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Erbló de Paco Rebolo... la última frontera.

EL RECICLADO, 1ª parte: LAS TORRIJAS

 Desde hace ya un cierto tiempo valoramos conceptos como el reciclado como un valor añadido en todas las facetas de nuestra vida. Así que, puestos a reciclar, qué mejor que usar de la sabiduría de nuestras abuelas, madres, tías por parte de padre y demás familiares y usar el concepto en una de las más gratificantes de sus acepciones: el de la cocina de sobras.

Dicho esto, es obvio que si tuviéramos que usar para hacer torrijas la porquería apiltrafada de simulacro de pan con la que nos estafan a diario, mal asunto. En el mejor de los casos, compraremos una barra de las que venden especial para torrijas o, como he probado con notable éxito, unos tiernos y amorosos bollitos de leche. Por supuesto, con al menos un par de días de vida, por aquello de la dureza necesaria. Evidentemente, antaño, lo de comprar pan expresamente para dejarlo que se pusiera duro y aprovecharlo luego podía ser considerado hasta como delito de lesa traición, pero son las cosas del progreso.

La torrija, en cuanto monumento gastronómico, como la paella, como el gazpacho, los cocidos o los pucheros, acepta variantes que adquieren el carácter de principales, así, hay a quien le gustan mojadas en vino, a quién en leche, mezcla, con azúcar, con miel o hasta rellenas de jamón ibérico (a estos no los conozco, pero lo mismo investigando…). A mí, que durante un tiempo me gustaron mojadas en dulce mezcla de leche y vino, últimamente los vientos me han llevado a la leche sola y el vino en el acompañamiento.

Me explico: Para las torrijas cogemos leche entera, azúcar, piel de limón y canela. Todo al gusto, probar y rectificar como nos apetezca el puntito. Lo metemos en una cacerola y lo ponemos a calentar con el objetivo no de que hierva, sino de que haga una infusión de lo más aromatizada.  Un ratito. Luego, dejamos que el líquido se temple para poder usarlo. Cogemos el pan y lo cortamos en rebanadas gruesas, al menos de dos dedos (en sentido horizontal, no vertical, claro) o, si usamos los bollitos de leche, le quitamos las cortezas de arriba, dejando sólo la de la base para que no se nos deshaga. Las introducimos en el líquido infusionado y las dejamos un ratito. Las sacamos y les permitimos que escurran un poco del líquido sobrante, que sobrará. 

A partir de aquí, la faena de aliño. Mojamos el producto resultante en huevo batido y echamos las cuasi-torrijas en aceite caliente. Procuramos que no demasiado y, pasados unos momentos, les damos la vuelta y bajamos algo el fuego con la idea de que se hagan por dentro. Cuando casi están, las sacamos y les echamos azúcar para, en un último alarde, volver a echarlas en el aceite muy caliente para que ese último añadido cristalice y deje a nuestras amigas crujientes e incitantes. Sacamos y papel absorbente, que queremos comer torrijas, no pan dulce con aceite.

¿Y ahora qué les echamos? Variedades, desde miel, azúcar, canela… A mí me gusta casi todo, para lo cual, pongo en un cazo algo de miel y de Pedro Ximénez (leído con jota, que esa “X” es una simple heredera de la iota griega, como en México)) y dejo que reduzca un poco. Con esa delicia riego las torrijas y hasta les añado algo de canelita en polvo.  Obviamente, lo mismo es con los bollitos citados.

Y como estamos en ese invento llamado Semana Santa, a mí estas torrijas siempre me apetecen con un buen chuletón a la parrilla. Cosas de ser un iconoclasta.

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