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Erbló de Paco Rebolo... la última frontera.

TXANGURRO CON ÍNFULAS

Para empezar he de reconocer que la receta no se llama así. De hecho es a la donostiarra, pero es mi columna y o jugamos así o me llevo la pelota.

Txangurro no es realmente un bichito marino, sino más bien una preparación entre varias opciones, a cuál más apetitosa.  A mí, personal y ontológicamente, me gusta más con centollo, pero  veremos (y ojalá catemos) que en la variedad está el gusto.

Para empezar, cogemos el centollo, que tiene dos variedades, a saber: macho o hembra (son pocos los casos documentados de hermafroditismo entre la población centolleril) y cada uno tiene sus ventajas. Si tenemos a una linda hembra de centollo podremos apreciar uno de los más ricos manjares con que nos puede obsequiar nuestra naturaleza: las huevas de centolla. Si, por el contrario tenemos un ejemplar macho, apreciaremos sobre todas las cosas la carne de las pinzas, que serán mayores cuanto más chulo sea el finado bicho. Procedemos al ritual de la cocción, acompañado de la suficiente sal como para sacarlo sabroso, pero sin pasarnos (si le faltan patas, es mejor cerrar el boquete con miga de pan o papel de aluminio para evitar la pérdida de la carne).

Y la parte más complicada viene ahora, tenemos que proceder a quitarle toda la carne de pinzas, caparazón, patas y cuerpo y depositarla amorosamente en un cuenco ad-hoc (es decir, para eso mismo). Obviamente, podemos, y aquí está la variación, aprovechar un buey de mar (mejor sólo las pinzas),  nécoras o similares (en Navidades empiezan a traer cangrejo real que está de vicio asiático), al gusto. ¡Ah! Lo verde es el hígado, súmmum de las delicatesen (en cambio si volamos en Iberia, lo verde de la comida se tira, aquí no)

Ahora quitamos las branquias (si viene la suegra se las podemos dar, veréis como no vuelve) que son esas cosas grises y feas, como plástico venido a menos,  y las tiramos a la vez que reservamos todo el juguito que haya soltado el bicho y que tiene que estar en el caparazón.

Aparte, en una sartén ponemos una cebolla con algo de puerro y las vamos pochando en quietud y reposo, como si el fin del mundo no estuviera cerca. Cuando nuestras hortalizas hayan cumplido el objetivo para el que fueron plantadas echamos un poco de tomate frito (recordad, Hida o casero, nada de riesgos con el tomate frito) toda la carne que teníamos reservada y un buen chorreón de vino blanco o brandy o whisky (con zumo de piña en cambio no queda bien, misterios de los efluvios etílicos) y lo flambeamos para quitarle el alcohol. Le añadimos el caldito que habíamos guardado, reducimos ligeramente y ya casi lo tenemos.

Ahora sólo queda depositar el producto resultante en el caparazón del centollo (es decir, nos retrotraemos al principio y añadimos un socorrido “se guarda el caparazón”), cubrirlo con abundante pan rallado e incorporarle dos o tres nueces de mantequillas (lo que aquí se conoce como pizcas), lo metemos en el horno para gratinarlo, y lo tendremos unos minutos hasta que veamos cómo se tuesta ricamente, momento en que lo sacamos, lo depositamos en el plato, cogemos tenedor y vaso para el bebestorio y dedicamos la faena al primero que se nos antoje. 

Lo bueno es que nos sobrará parte de la preparación y podemos ponerla en canapés o directamente en una telera de a kilo de pan moreno.

Y no es ni caro, sobre todo teniendo en cuenta (parte reivindicativa) que los centollos de la zona (desde el Faro hasta Bolonia) no tienen nada que envidiarle a ningún otro del mundo habitado.

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