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Erbló de Paco Rebolo... la última frontera.

COSTILLAS DE CERDO IBÉRICO LAQUEADAS

Las costillas de cerdo son ya de por sí un manjar de indudables valor y méritos morales. Si son de cerdo ibérico subimos un peldaño más en la obtención de un karma que nos permita reencarnarnos, al menos, en salamandra del Ártico (para cosas como sindicalista liberado necesitamos mucho más karma).

Lo importante en estos casos es adquirir algo de calidad, donde casi asomen las bellotas que nuestro amigo haya engullido durante su estancia en montanera dedicado a la holganza, el fornicio y la molicie… vamos, lo que todos envidiamos pero no nos atrevemos a confesar. Y lo interesante una vez hayamos adquirido esas lindas costillitas es que podemos prepararlas con bastante flexibilidad, que no significa hacer gimnasia artística mientras las aderezamos (para las aberraciones tenemos que leer los anuncios clasificados del ABC, que la pela es la pela).

Como curiosidad, hay que decir que la técnica del laqueado es una griega y no china (aunque lo que más nos suene sea el pato laqueado chino, que en sus orígenes sólo podía consumir el emperador), y consiste fundamentalmente en dotar al alimento correspondiente de una capa lustrosa y crujiente de algo dulce (resumiendo hasta lo resumible). Así que cuando tengamos nuestro costillar es conveniente cortarlo costilla a costilla, para lo cual necesitaremos poco tiempo, escasa maña y un cuchillo bien afilado. O la espada láser de La Guerra de las Galaxias, pero nos arriesgamos a caer de manera irredenta en el lado oscuro de la Fuerza, demasiado peligro. Luego, hacemos una mezcla con miel (abundante), salsa de soja, jengibre fresco cortado, ajo muy picado, y hasta un puntito pequeñín de kétchup (que éste sí que es otro invento chino más), podemos añadir algo de romero o tomillo, pero sin abusar y sumergimos nuestras costillitas para que maceren ligeramente y se impregnen de esos aromas dulces, ácidos, fuertes, cítricos, etc. No es necesario dejarlas mucho tiempo, con una o dos horitas vamos que nos vamos. Las ponemos en el horno a fuego más bien flojo (100-120 grados, poco más que un ángulo recto, para entendernos) para conseguir que el interior seque y cueza ligeramente y que todos los aromas penetren adecuadamente en el costillar porcino y lo preparen para la traca final.

Cuando las tengamos a punto de caramelo (nunca mejor dicho), sacamos las costillas, las escurrimos y las ponemos en el horno muy fuerte, o simplemente las gratinamos o hasta las pasamos por una sartén con aceite (no demasiado, a media asta) para poner crujiente la piel con el caramelizado de los juguitos que tendrá incrustados. Lo que se entiende por la Química al servicio del paladar. En ese momento las tenemos listas y preparadas.

Aparte, reducimos el caldito que hemos usado para macerar y lo dejamos como salsita (cuidado con la sal, que la soja cuando reduce resalta su componente salado) y como guarnición podemos usar un poco de arroz hervido (en este caso preferentemente de grano largo, tipo Basmati, ya aromatizado y a la venta en cualquier estantería de casi cualquier supermercado) que aliñaremos con la salsita, unas pasas, unos piñones tostados, algo de aceite, lo que se entiende por “al gusto”.

Para acompañar queda bien un Albariño en sazón. O dos si no conducimos.

Nota importante: es mejor hacer esto con un costillar proveniente de un cerdo al que no hayamos conocido desde pequeñito, caso contrario suele generar sentimientos contradictorios de los que a veces cuesta trabajo sustraerse.

1 comentario

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Me parece fantástico tener conocimiento de tantas culturas, tan diferentes tan propias.