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Erbló de Paco Rebolo... la última frontera.

DOS POSTRES, DOS

Y podríamos continuar estilo torero refiriéndonos a la ganadería de procedencia, pero mejor nos apartamos discretamente de la imagen y nos centramos en aquello a lo que se refiere el título, es decir, dos postres sencillos, baratos, uno más original que otro pero ambos deliciosos (curiosa la palabra “ambos”, pero ése es otro tema sobre historia y evolución del indoeuropeo).

Y esta vez postres porque mi déficit en las recetas se centra en el postre, tomado al principio, al final o en mitad de la correspondiente zampada. Cosas de la heterodoxia.

Primer postre: Manzanas asadas con sorpresa. ¿Hay cosa más sencilla que ésta? Puede ser, pero como mi natural es enrevesado, vamos a añadir algo. Para proceder, compramos manzanas grandes, pelín ácidas y les quitamos el centro con un descorazonador (¡mira, como los políticos!); calentamos el horno a 180 grados (cuando tengamos dudas sobre la temperatura a la que tenemos que poner algo, ponedlo a 180 grados centígrados) y adobamos la frutilla apasionada con azúcar en el hueco dejado por las semillas, depositamos cariñosamente ron, whisky o cualquier otra bebida aromática del mismo tipo, con la adecuada y suficiente generosidad, incluimos unas cascaras de limón (jengibre queda más fino), algo de mantequilla (repito: mantequilla, no margarina, pero sé que al final me vais a hacer el mismo caso que cuando pido un café no demasiado caliente, o sea, ninguno) y lo dejamos en su horno, tranquilamente. Cuando ya está blanda y la piel se arruga en sí misma, incorporamos unos palitos de canela, cinco minutos más y las sacamos y, en paralelo hacemos una simple y sencilla natilla  (la sorpresa) que usaremos de fondo, de soporte, mientras en lo alto reinará nuestra modesta manzana con su canela, su piel churruscadita, su azúcar cuasi caramelizada y sus juguitos ansiosos de ser deglutidos. Lo que os diga.

Segundo postre: Ni idea de cómo se llama, pero podría ser algo así como “formas geométricas variadas de pasta brie rellenas de frutas y luego fritas” y es algo simple, delicioso y que da muchísimo juego. Para empezar, lo más normal en estos casos es comprar la pasta brie ya preparada (de las pocas cosas que están bien hechas) en casi cualquier supermercado. Son hojas muy finas y muy delicadas de trabajar, puesto que se resecan en menos de un minuto y ahí lo perderíamos todo. Se trata de extender la pasta, cortar láminas no muy anchas y rellenarlas; ¿de qué? Os recomiendo naranjas confitadas y troceadas, aunque con cabello de ángel, dátiles, y similares puede uno reventar. Para rellenarlas, se coloca el trocito en un extremo de la tira y se va doblando sobre sí misma hasta que parezca un triángulo, un cuadrado o Elvis comiendo centollos; se le pone un poco de yema de huevo para sellarla. Se coge una sartén con aceite de girasol caliente y se echan con cuidado porque están hechas en segundos. Se sacan, se les quita el aceite sobrante, se dejan enfriar y podemos darles un toque de miel, de azúcar, de canela… Para chuparse los dedos, porque quedan seis o siete capas extremadamente finas y crujientes y con un sabor intenso en el interior. Evocador a la par que exquisito. Lo bueno que tiene la pasta brie es que da el mismo juego con dulces que con salados y si no, ya os contaré algo que quiero probar con la misma pasta, solomillo de magnífica ternera y un fondo de la misma.

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