EL CURSUS HONORUM
Hay veces en que la insolencia nos lleva a pensar que todo lo que se hizo en el pasado no fue sino un amago de algo mejor porque queremos imaginar que lo hemos perfeccionado en nuestros tiempos. Pero no, sin duda no es siempre así. Y es que lo habitual es que hayamos avanzado en las técnicas, pero no en la ética, en los conceptos, ni en los fundamentos.
Así en la Antigua Roma y desde casi 200 años antes de nuestro período contaban con una institución denominada “cursus honorum” (algo así como “la carrera del honor”) que consistía fundamentalmente en una especie de escuela para todos aquellos (casi siempre los nobles, todo hay que decirlo) que quisieran desempeñar algún cargo público. De esa forma y empezando desde abajo los futuros Padres de la Patria iban fogueándose por la experiencia directa y constante y a nadie se le ocurría ni imaginar que alguien sin conocimiento íntimo de estos temas pudiera desempeñar las más altas tareas de la República Romana.
Además, y en previsión de un síndrome conocido y del que nadie se libra, el orgullo, entre cargo importante y cargo importante se imponía un período de descanso. Para tomar perspectiva que solemos decir ahora.
De esta forma, para poder ejercer de edil (algo así como concejal en nuestros días, de ahí la palabra que usamos) te tenías que haber tirado más de un año y de dos desarrollando funciones similares en otros puestos que te otorgaban la capacitación necesaria para la relevante tarea que tenías por delante.
Si hablamos de algo parecido a lo que hoy sería Alcalde, Director Provincial de lo que sea o por ser exagerados Ministro (hablamos de equivalencias, repito), los pasos previos que tenías que haber dado eran muchos más y más complejos. Años aprendiendo de obras públicas, de llevar cuentas, de juzgar, de bregar con todo tipo de tareas... que no significa honradez absoluta, ni mucho menos, pero sí conocimiento de los temas con los que ibas a servir a la ciudadanía. “Servir a”, no “servirte de”. Que las preposiciones las carga el diablo.
Yendo a lo que mejor conocemos, a lo cotidiano, el equivalente al cursus honorum de la política española que sería, en el mejor de los casos, inexistente. La cualificación práctica para el ejercicio de la política no la dan la formación (cuando la tienen), la experiencia laboral (cuando la tienen) o la experiencia en cualquier otro campo de la vida, quién sabe, cooperación, ONGs, voluntariados, etc. (que nunca tienen). La capacitación la da el pertenecer a un partido político desde años, estar en la corriente adecuada en el momento justo, ser parte de la cuota territorial, tener, cómo no, el apellido idóneo o en algunos casos el linaje que te lleva desde la sangre de tus antepasados hasta exprimir la sangre de tus coetáneos (como ejemplo la familia Fabra lleva 150 años (no, no es una exageración) gobernando –por decirlo de alguna manera- Castellón).
Podríamos todos enumerar Parlamentarios autonómicos y estatales, Alcaldes, Ministros y hasta Presidentes del Gobierno que no tienen formación o que no han trabajado en su vida y a quienes no escogerían ni como presidentes de sus comunidades de vecinos si fueran los únicos candidatos. Pero han sido amparados en lo sacrosanto de unas listas y tocados por el correspondiente dedo divino, convalidador de incapacidades múltiples.
En cualquier caso, es obvio que el poseer formación o experiencia no garantiza la catadura moral, la capacidad de trabajo ni el carisma de cualquiera que se dedique a la política, pero tampoco es menos cierto que la carencia de esos requisitos mínimos es, cuanto menos, sospechosa y en ningún caso da pistas sobre la valía de la persona así adornada. O da demasiadas. Vamos que apesta.
Es decir, nuestra natural evolución en este aspecto –y en muchos otros- ha ido desde preparar en la realidad a los futuros gobernantes a abandonarnos a la nada más absoluta (salvo por el iphone y el coche oficial) con lo cual hemos acabado dando sentido a la famosa frase del Mayo francés: “La inteligencia me persigue, pero yo soy más rápido”.
0 comentarios