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Erbló de Paco Rebolo... la última frontera.

Risotto con langostinos

Bueno, pues cual experto ignorante en casi todos los terrenos de la vida y de los bellos frutos de mar, me atrevo a comentar una receta que preparé (bueno, era parecida, pero no creo que nadie me lleve la contraria…) hace unos meses con unos compañeros de trabajo: Risotto con langostinos (el original era con centollo, pero los langostinos los tenemos haciendo cola a la puerta de nuestras neveras todo el año, así que, por razones de oportunidad…

Lo primero en un plato así es pensarlo, imaginar qué texturas queremos y qué sabor exacto.  En mi caso, quería algo tradicional, así que me agencié unos apios, unas chalotas y vino blanco seco; arroz bomba (hay otra variantes propias para nuestro platajo, pero ni precio ni sabor hacen aconsejable su uso si no somos fundamentalistas del risotto; pero si lo somos, no sé qué hacemos leyendo esto); langostinos de los apañaos (es decir no esa cosa rosácea que nos venden en esos supermercados que tanto proliferan  por nuestros alrededores), fondo de chocos, queso parmesano, mantequilla (no margarina ni manteca colorá ni similares) y harina para un detallito final.

La preparación es simple, nos marcamos un fondo con los chocos (como es básico y no tenemos espacio, no repito algo archiconocido), hacemos un sofrito con las chalotas y el apio añadiéndoles aceite de oliva y mantequilla, cuando el sofrito esté en el mejor momento de su fugaz vida le añadimos el vino blanco (me gusta más el Martini blanco seco, pero es más difícil de encontrar). Mientras, pelamos los langostinos, les quitamos la tripita y salteamos las cabezas,  las cáscaras y  los cuerpos serranos, y cuando las primeras estén más rojas que un guiri dormido en plena playa de Bolonia a las doce del mediodía en agosto, incorporamos el juguito a nuestro bello sofrito. Tiramos las cascaras y las cabezas (se pueden aprovechar, pero eso da para otra curiosa receta) y reservamos los cuerpecitos.

Y vamos al lío de verdad: el risotto debe estar cremoso y al dente, así que cuando el caldo esté muy caliente, echamos un poco en nuestra cazuela y depositamos con cariño y respeto nuestro arroz (100 gramos dan para más de una ración). Como la variante Bomba del arroz es redonda, la cutícula exterior se va estriando y asumiendo como suyos los aromas del sofrito y de los caldos, a la par que suelta el rico almidón que nos hará ligeramente más felices por unos minutos, así que hay que ordeñar el arroz, es decir, vamos a moverlo, a incorporar el caldo en varias veces y a no perderlo de vista. Cuando vemos que casi está, lo apartamos del fuego  rallamos un buen trozo de queso parmesano (uno de esos extraños monumentos culinarios) pero ni se nos debe ocurrir comprarlo ya rallado porque ni eso es queso ni ná. Le incorporamos más mantequilla y lo vamos moviendo todo, para que la mantequilla y el queso hagan las cosas que suelen hacer cuando están solos, rectificamos de sal (llevaba tiempo queriendo decir esto) le incorporamos los langostinos que habíamos reservado y sobre estos depositamos  unas lascas generosas de parmesano por encima. Como detallito final, queda de vicio usar las hojitas del apio cortadas en trozos grandes y hechas en tempura (ya sabéis cómo, tampoco lo repito y si no lo recordáis, ahí tenéis mi blog, san google o la wikipedia) en lugar del simple perejil.

Vino blanco, pan de leña, unas aceitunas negras, un yate de 50 metros…¿quién puede pedir más?

De nuevo por aquí

Pues eso, que a pesar de la jartura, continúo. Como esto no lo leerá nadie lo tomo como una nota, recordatorio o más extrañamente, como una especie de palimpsesto pero sin borrar lo de antes. Me dispersaré algo más, qué se le va a hacer y ampliaré el rango de estupideces por centímetro cuadrado de página, pero como es gratis...

Lo dicho, hola de nuevo, Blog.

BARBATE CALIÁ

Hace unos años se puso de moda el “Galicia calidade” con música celestial de Luar na lubre, así que yo reivindico el “Barbate caliá” con la música que cada cual quiera ponerle, pero en absoluta reivindicación de un sitio fantástico y una materia prima en cocina que más quisieran para sí muchos. Y con un show (dicho en el mejor sentido de la palabra) alrededor de la captura que todavía tiene que dar mucho de sí y para bien. Y para colmo el jueves pasado me hicieron el honor de invitarme a hacer de jurado en el Concurso (profesional y aficionado, más de mil euracos en premios) de atún rojo de Barbate, que es algo así como si te llaman para entrenar a la Canarinha o los Lakers, pero en atún.

Así que allí que me planté, usando un día de permiso que conste, donde esperaban casi  30 tapas de ese lindo bichito que viene desde Dios sabe dónde a pasar sus vacaciones todo incluido a nuestras costas patrias.

Lo cierto es que en la Feria de Barbate se lo montan de vicio, con show cooking a diario y de entrada libre, montones de stands de salazones, embutidos, bebidas, pastelería, etc., a precios razonables. Y de la pastelería creo que hablaré en un próximo artículo porque fue otra sorpresa mucho más que grata, un anticipo: “Los tres Martínez”, buscad en internet y catad, catad.

En cuanto al tema en sí, en el apartado de aficionados, seis tapas de las que creo cabe destacar un más que interesante atún encebollado con pasas y piñones (defectillo, los piñones ganan mucho tostándolos antes o con una Bonoloto, pero esto último es más difícil).

En la parte profesional, 27 tapas que se quedaron, afortunadamente en algunas menos, y en las que había de todo, desde algunas dudosamente presentables hasta otras más que dignas, innovadoras, de calidad y con estilo y, lo que es más importante, ganas. Como el espacio es poco y las ansias muchas, me limito a citarlas, con algunos ingredientes o sugerencias para quien se atreva y espero que sirva de incitación al pecado y a la visita a tan cercano paraíso.

La ganadora, barriga de atún confitado a 30 grados (centígrados, claro) durante 10 minutos (también centígrados) con laurel, perejil, cilantro y cebolleta; simplemente exquisito y como pega (hoy llevo un día…) la guarnición: las patatas aliñadas con pimientos no creo que le hagan justicia. Si queremos adorno, simientes de tomates (por ejemplo y sobre la marcha) con algo de aceite levantan la vista. Si queremos comida, creo que cebollita y tomates confitados pegan más que mejor. También de los mismos, el Bar “El ratito”, Tataki de atún (del tarantelo, parte más noble que la Duquesa de Alba) sobre patatas panaderas con salsa de soja y cítricos (limón, lima y azúcar moreno)… magnífico, quizás en los cítricos pueden mejorar, se me ocurre jengibre en tempura (joer, cómo estoy hoy, me reitero).

De las tapas clásicas, del “Bar Tofe”, unas sublimes huevas de grano, aliñaditas en su punto y con una bella y sugerente reducción de balsámico que realzaba y sugería. Lo que se viene en decir “pa jartarse”.

Y por último y también muy interesante, un solomillo de atún en salsa de ortigas (muy conseguida) al que le faltaba algo más de sabor a atún, la salsa invadía. Promete a poco que la depuren.

Repito, la de sacrificios que hay que hacer por los amigos….

ODIOS VARIOS

Lo siento, pero estoy cabreado. Mucho.

¿Y por qué extraña razón un ser plagado de virtudes y símbolo de bondad absoluta como aquí el que suscribe está tan enfadado? Pues porque oteo el panorama de restaurantes, bares, cafeterías y similares y cada vez, como consumidor (y no necesariamente exigente, sólo que paga) me gusta menos. 

Paso a enumerar o exponer (en realidad exponer, porque no pienso poner numeritos a los párrafos) algunos de mis más acendrados odios (tengo más, que conste):

-          Odio cuando voy a comer y me cobran de euro para arriba por conceptos tan difusos o extrañamente concretos como “cubiertos “, “pan” o “servicio”. ¿Acaso no está en el precio el cálculo previo para compensar el desgaste de los materiales? ¿quizás no se evalúan los distintos sueldos como para tener que pagar aparte por los mismos?  ¿cómo es que el pan merece ese trato distintivo? Suena a conspiración judeomasónica.

-          Odio cuando, cobrando el pan a precios astronómicos, te ponen un bollito esmirriado, congelado pocos minutos antes y recalentado en esos hornos espantosos de gasolinera y además te lo traen en una cestita de mimbre y con unas preciosas pinzas como si fuera un exquisito manjar. Algo como: “Sé que te estoy timando y que te traigo una porquería pero, eso sí, a finura no hay quien me gane”.

-          Odio cuando pagas 20 euros por un plato y te lo traen aderezado con unas repugnantes patatas fritas recién descongeladas, con su ración de grasas saturadas, con sus conservantes y potenciadores del sabor para destrozar un producto tan delicioso como es nuestro bello tubérculo. Recuerdo que los argumentos suelen ser “no tenemos tiempo de pelarlas ni cortarlas”. Quiero incidir en que hay unos aparatitos magníficos para tal efecto (pelar y cortar patatas). El odio es el mismo cuando pago menos de 20 euros, era un mero amago estilístico.

-          Odio cuando no te avisan de que las patatas te las van a soltar así.

-          Odio cuando vas a sitios de postín y te ofrecen multitud de productos como manufacturados, elaborados ad-hoc, con magníficas presentaciones y filigranas visuales y acabas descubriendo que, extrañamente, te recuerdan a cositas que has visto previamente en catálogos de productos congelados y servidos al por mayor. También cuando además saben a rancio porque llevan muuuuucho tiempo preparados esperando a algún incauto.

-          Odio cuando vas y preguntas por alguna especialidad y acabas con la sensación de que han hecho lo que se suele llamar “limpieza de corrales” y has contribuido pasivamente a algo cercano al  enriquecimiento ilícito.

-          Odio cuando, sin preguntarte, y supuestamente siendo una especialidad, te ponen encima de lo que hayas pedido un pegotón generoso de una extraña mezcla que suelen llamar “mayonesa” (desconozco la razón), que para colmo, es de bote y de bote barato; es decir nada de hacerla con huevo pasteurizado o comprar de las dos o tres marcas que son ligeramente comestibles, nada. Mugre infecta.

-          Odio cuando te ofrecen salpicón de mariscos y acabas comiendo surimi (vulgo “palitos”); a precio, eso sí, de marisco de verdad.

-          Odio cuando pides una determinada marca y te ponen un genérico o cuando pides un Rioja (yo soy de Rioja) y te ponen cualquier tinto por mor de una metonimia mal entendida.

Si alguien coincide conmigo en tres o más de los puntos anteriores, le recomiendo que se lo haga mirar.

P.S.: (Sí, se escribe así si no se pone fecha) También odio a Guardiola, pero es que no me gustan los tipos que cagan alhelíes.

CANAPÉS DE SALMÓN AHUMADO CON PRESENCIA ESPLENDOROSA

Lo que planteo hoy es fácil, muy fácil, tanto que creo que hasta mi hermano Javi sería capaz de hacerlo; eso sí, una vez que aprenda a darle al botón de encendido del microondas, su primer acercamiento serio a la alta cocina. Ya lleva diez años en ello, así que no desesperemos.

Y, aun siendo cierto que son muchos los encantos que nos ofrece Noruega, para mí las más reseñables son el extraordinario y jovencísimo ajedrecista Magnus Carlssen, los fiordos y el salmón ahumado. Como no vamos a zamparnos un fiordo ni a Carlssen, vamos a ver qué podemos sacar de algo tan conocido y, afortunadamente a estas alturas del siglo, tan deglutido como nuestro rosáceo amigo (sí, hay otro encantos, lo sé, pero no son el momento ni el lugar…).

El ahumado es una técnica de conservación muy antigua que, en realidad, no es nada difícil; de hecho podríamos hacer un muy buen ahumado casero con dos latas de galletas de las de toda la vida, un destornillador y poco más. Lo bello es que lo podemos comprar de una magnífica calidad y hasta podemos hacerlo marinado con suma facilidad.

Así que nos agenciamos una lata, frasco o loncheado de calidad. Creo que nos viene mejor el que asoma en recipientes de plástico con su aceite exquisito que nos ayuda a aportar sabor y a desatascar cerraduras. De calidad (el salmón, no la cerradura), recordémoslo siempre y pensemos en que afortunadamente aún no lo venden en esas tiendas  de todo a euro que nos venden cosas que se parecen a cosas pero que en realidad son truñacos envasados.

Y como quiero hacer un canapé de calidad, tomaremos un pan de calidad. Y en estos casos, sin duda blanco y con menos dudas aún, no congelado y hecho a patadas, ni trampas similares. No es lo mismo. El pan lo cortamos en rodajas y lo metemos en el horno para ponerlo calentito y crujiente. Probad a hacerlo con esas porquerías en forma de pan que venden hasta en las tiendas de repuestos de automóviles y me contáis luego entre vómito y vómito.

El canapé lo tenemos que montar en el último momento porque si no nos queda algo parecido a una magdalena metida en café pero con otro sabor y tampoco es lo que queremos.

Al salmón le viene magníficamente una buena nata montada (por nosotros, no de bote) a la que incorporamos sal y, cuando está hecha, limón; la idea es hacer algo parecido a nata agria. Y probad a montar nata con menos de 35% de grasa y me lo decías luego (de ahí las diferencias entre “nata de montar” y “nata de cocinar”, de ahí). Con la nata hay que tener cuidado porque si nos pasamos al montarla se convierte en una magnífica mantequilla y, en ocasiones más raras, en vendedores de enciclopedias con bigote y traje de domingo. Yo no tengo nada en contra de señores así, pero al ponerlo en nuestro pan, pierde.

Es decir, tenemos el salmón, el pan y la nata agria. El toque delicioso, para mí, es coger, en lugar de esas cosas que llaman huevas de lumpo, un buen trozo de maruca y rallarlo, de modo que montaremos el canapé con nuestro pan (que podemos mojar en el aceitito del salmón), una buena rodaja de salmón, un trozo de nata y una buena cantidad de maruca rallada. Podemos hasta cortar algo de eneldo y esparcirlo generosa y artísticamente por el salmón porque casan más que Elisabeth Taylor y Richard Burton.

Un buen vino blanco o un oloroso no demasiado seco, unas buenas servilletas para limpiarnos los dedos y poco más necesitamos para pasar un magnífico rato en buena compaña.

PAELLA PAMIH´PARE

Es decir, una paella para mis padres pasada por el tamiz de nuestra poco alabada habla andaluza. Y al que os discuta sobre lo mal que hablamos, le decís que es justo al revés, que nuestra habla andaluza es fruto, entre otras cosas, de la lenición céltica y evolución natural, que no involución ni estropicio, de nuestro idioma con orígenes indoeuropeos, principios latinos y devenires románicos, amén de aderezos del más selecto árabe. Quedaréis de lujo y para colmo, es cierto.

                Pues eso, que les hice una paella con la excusa de que ya llevan 50 años de casados y aproveché para disfrutar yo también de intentar sacar todos los sabores posibles a nuestras modestas verduritas. O no tan modestas. Aunque lo cierto es que jugué con ventaja (o truco, pero eso más adelante).

                Para empezar, montones de jugosas cositas del huerto, a saber: zanahoria, cebolla, puerro, ajo, tomate, pimiento rojo, pimiento verde, judías verdes, guisantes, espárragos y setas. Casi nada. Y en cantidad, que si sobra lo congelamos.

                A mí me gusta empezar por abundante aceite de oliva y zanahoria en rodajas finas, seguir con cebollas en juliana (a quien diga que a la paella, al arroz o a las calderetas no se le debe echar arroz, le hacéis el peor de los desprecios: ignoradles), para amenizar el contubernio con pimientos rojos y verdes en tiras armoniosas; cuando ya lleven un rato (más o menos el tiempo de leer 2 ó 3 relatos cortos de Borges o unos 20 minutos, a elegir, aunque lo primero nos culturiza más), le incorporamos las judías verdes sin hebras, troceadas, y el ajo no demasiado fino para que no se nos queme, la parte central de los espárragos (para esto vienen bien los cultivados) y el puerro en rodajas. Añadimos luego tomate en cantidad importante.

                Volvemos a nuestra lectura con algo de Quevedo o intentamos entender las “Soledades” de Góngora y, justo antes de desesperar, miramos el sofrito y, tras emocionarnos, le echamos algo de vino blanco (yo tenía Albariño que me sobró a mano, pero vale Manzanilla, Fino o similar) de calidad, ya que al evaporarse el alcohol queda la esencia del vino (como le añadiremos al final guisantes, el caldito de la lata o tarro (Bonduelle es muy buena) podemos aprovecharlo e incorporarlo a filas). Dejamos que reduzca y ya tenemos casi el milagro. Si nos apetece, ahora no es mal momento para echarle sal. Pero sólo si nos apetece.

                Truco: cogemos un litro de caldo de jamón y otro de pollo (hay una, sólo una marca buena, pero podemos hacerlo en casa con puerro, zanahoria, cebolla, apio, huesos de jamón, huesos de pollo o gallina, agua y tiempo de fuego) y lo echamos ahora, para que hierva. Y es que nunca dije que el arroz fuera vegetariano, que conste.

Cuando esté hirviendo con auténtica ansia asesina, le añadimos el arroz, Bomba of course, que será más menos ¾ de kilo teniendo en cuenta el caldo. Fuego generoso y al punto que nos guste. Con eso nos salen al menos 10 raciones (este arroz coge más líquido). Casi cuando estemos terminando, añadimos los guisantes.

Otro truco: salteamos aparte las setas (chantarellas, boletus, lo que sea) y los espárragos y los añadimos en el momento de servir, por encima y sin mezclarlo con el arroz, como adorno y enjundia sabroso.

De lujo, lo que yo os diga.

¡Ah!, por cierto, yo lo acompañé con una paletilla de cordero al horno, pero entendedlo más como aderezo que como segundo plato.

DOS POSTRES, DOS

Y podríamos continuar estilo torero refiriéndonos a la ganadería de procedencia, pero mejor nos apartamos discretamente de la imagen y nos centramos en aquello a lo que se refiere el título, es decir, dos postres sencillos, baratos, uno más original que otro pero ambos deliciosos (curiosa la palabra “ambos”, pero ése es otro tema sobre historia y evolución del indoeuropeo).

Y esta vez postres porque mi déficit en las recetas se centra en el postre, tomado al principio, al final o en mitad de la correspondiente zampada. Cosas de la heterodoxia.

Primer postre: Manzanas asadas con sorpresa. ¿Hay cosa más sencilla que ésta? Puede ser, pero como mi natural es enrevesado, vamos a añadir algo. Para proceder, compramos manzanas grandes, pelín ácidas y les quitamos el centro con un descorazonador (¡mira, como los políticos!); calentamos el horno a 180 grados (cuando tengamos dudas sobre la temperatura a la que tenemos que poner algo, ponedlo a 180 grados centígrados) y adobamos la frutilla apasionada con azúcar en el hueco dejado por las semillas, depositamos cariñosamente ron, whisky o cualquier otra bebida aromática del mismo tipo, con la adecuada y suficiente generosidad, incluimos unas cascaras de limón (jengibre queda más fino), algo de mantequilla (repito: mantequilla, no margarina, pero sé que al final me vais a hacer el mismo caso que cuando pido un café no demasiado caliente, o sea, ninguno) y lo dejamos en su horno, tranquilamente. Cuando ya está blanda y la piel se arruga en sí misma, incorporamos unos palitos de canela, cinco minutos más y las sacamos y, en paralelo hacemos una simple y sencilla natilla  (la sorpresa) que usaremos de fondo, de soporte, mientras en lo alto reinará nuestra modesta manzana con su canela, su piel churruscadita, su azúcar cuasi caramelizada y sus juguitos ansiosos de ser deglutidos. Lo que os diga.

Segundo postre: Ni idea de cómo se llama, pero podría ser algo así como “formas geométricas variadas de pasta brie rellenas de frutas y luego fritas” y es algo simple, delicioso y que da muchísimo juego. Para empezar, lo más normal en estos casos es comprar la pasta brie ya preparada (de las pocas cosas que están bien hechas) en casi cualquier supermercado. Son hojas muy finas y muy delicadas de trabajar, puesto que se resecan en menos de un minuto y ahí lo perderíamos todo. Se trata de extender la pasta, cortar láminas no muy anchas y rellenarlas; ¿de qué? Os recomiendo naranjas confitadas y troceadas, aunque con cabello de ángel, dátiles, y similares puede uno reventar. Para rellenarlas, se coloca el trocito en un extremo de la tira y se va doblando sobre sí misma hasta que parezca un triángulo, un cuadrado o Elvis comiendo centollos; se le pone un poco de yema de huevo para sellarla. Se coge una sartén con aceite de girasol caliente y se echan con cuidado porque están hechas en segundos. Se sacan, se les quita el aceite sobrante, se dejan enfriar y podemos darles un toque de miel, de azúcar, de canela… Para chuparse los dedos, porque quedan seis o siete capas extremadamente finas y crujientes y con un sabor intenso en el interior. Evocador a la par que exquisito. Lo bueno que tiene la pasta brie es que da el mismo juego con dulces que con salados y si no, ya os contaré algo que quiero probar con la misma pasta, solomillo de magnífica ternera y un fondo de la misma.

BONSAIS EMPANADOS CON UNA SALSA QUE PARECE MIEL PERO QUE NO LO ES

En estos procelosos tiempos que dicen de fraternidad, paz y amor, hemos derivado curiosamente a la identificación de lo anterior en consumismo, borracheras, accidentes y atracones (aunque no necesariamente por este orden). Y en derroche sin límite.

Y como no me apetece, a lo Vainica Doble y el mítico “Con las manos en la masa”, hablar de pato chino ni alharacas similares, sino de un canto a la sencillez, con un ligero adorno difícilmente superable, propongo algo que no es ni primero, ni entremés ni postre: Bonsáis empanados con salsa peculiar. Ea. Que ya tendremos tiempo de preparar otras cosas cuando nos apetezca y no cuando nos obliguen y además así no le damos un sablazo a nuestras carteras.

En primer lugar debemos agenciarnos unos brécoles y unas coliflores, limpiarlos con mimo y cortarlos en ramitas grandes que nos recuerden a esos bonsáis tan bonitos que vemos en cualquier película japonesa que se precie o en cualquier salón de progre de los 90. Una vez realizado el proceso, nos toca la parte más difícil si es que cabe la expresión en esta receta. Para ablandarlos tenemos varias opciones, golpearlos como a los pulpos, pero nos quedará algo poco aprovechable; cocerlos en agua, al vapor o como a mí me gusta: se envuelve en papel film de cocina y, procurando que no tenga aristas (se ennegrecería), se introduce con poco disimulado entusiasmo en el microondas. Se hacen en su jugo, sin quedar  húmedos y con todas sus propiedades intactas, con un sabor especialmente intenso. Rápido y curioso.

Una vez las tengamos, las dejamos que se enfríen y hacemos una de las pocas cosas que en cocina es en orden alfabético: los empanamos. Y es en orden alfabético porque es, por orden, harina, huevo y pan rallado. Lógicamente si escribiéramos huevo sin hache o con g se nos iría la preparación al garete, con lo que no dejamos de observar una vez más la importancia de una formación cultural básica.

En la harina o en el huevo echaremos la sal y ajo ralladito, así se reparten mejor. Y podemos dejar la parte del tallo sin enharinar del todo para hacerlos más identificables (recordemos que no tienen DNI ni nada parecido). Para freírlos, simple: aceite fuerte ya que la verdura ya está casi terminada en el micro y lo que queremos es que el empanado quede crujiente y cariñoso. Los sacamos y depositamos en una servilleta para quitarles el aceite sobrante pero recordando que no conviene comerlos fríos ni insultarlos en exceso.

Para la salsa, sencillez: una medida de vinagre de manzana y otra de azúcar. Y cuando digo medida es lo mismo de cada cosa, siendo indiferente que cojamos un vaso pequeño que una bombona de butano, depende de cuántos seamos. Se pone a fuego fuerte hasta que reduzca a la mitad. Luego se incorpora algo menos de la mitad de la cantidad de vinagre o de azúcar pero de salsa de soja. Se mete en la nevera y se deja reposar como mínimo un par de horas (como media siesta de una persona decente, vamos). Nos queda una salsa con textura de miel, agridulce, con sabor. Bella en sus matices. La echaremos en hilitos, en pegotones o mojaremos la verdurita en ella, cual nos plazca.

Y por favor, si conducimos, el alcohol sólo para las heridas.