MORUNA DE SARDINAS
En estos días de minimalismos, conceptos deconstruidos y comidas diseñadas a veces por nuestro peor enemigo, creo que no viene mal volver a nuestros orígenes o, al menos, a alguno de nuestros orígenes. Que en nuestro caso nos hace mirar un poco más allá de esa lengua de mar a la que llamamos Estrecho de Gibraltar y recordar (al menos en mi caso) cositas que engullíamos en nuestra niñez/adolescencia.
Y es que hace poco tuve la ocasión de charlar sobre la Gastronomía de nuestra comarca en un agradable Foro y, por lógica, hube de documentarme para soltar paridas mínimamente fundamentadas. En este buceo de documentación (en realidad de páginas y páginas de internet) topéme con un plato que ya apenas recordaba y que me hizo reafirmarme en mi tesis de que por aquí, por estos pagos, la mejor cocina ha sido la de chiringuito. Pero de cuando se comía bien en los chiringuitos de toda la vida en esas playas familiares que hasta hace poco disfrutábamos. Es decir, nada de congelados ni envasados, menos petróleo en los pies y muchas tortillas de papas, pimientos fritos, caracoles, jurelitos fritos y… moruna de sardinas.
Es decir, cocina-fusión en estado puro. Porque lo mejor de nuestra cocina proviene de la fusión de ideas, de elementos, de conceptos, de probar y, en muchos casos, mejorar o al menos adaptar adecuadamente a nuestro gusto particular cualquier plato que asomara el hociquillo.
Y la moruna no deja de ser sino el tajine (o tayin) de sardinas que se come en Marruecos con ligerísimas variantes (por ejemplo comino en lugar de orégano y recipiente ad-hoc).
Vayamos por partes, como corresponde a personas de costumbres ordenadas como sin duda somos.
La moruna admite variantes, muchas variantes, y la que yo planteo es una más, investida sin duda del marchamo de bondad que otorga el que la escriba yo, pero una más.
En cuanto a los ingredientes, no nos complicamos en exceso la existencia:
Sardinas (sin escamas, sin vísceras, sin espinas, simpáticas) 1 kg., tomate 1 kg.,2 cebollas, 2 pimientos,2 dientes de ajo laminados,1 hoja de laurel, sal, aceite y orégano (también llamado orgasmo en círculos menos cultivados y más proclives al desenfreno).
Aquí ya nos planteamos dudas. La primera es si la verdura cruda o sofrita. A mí me gusta algo sofrita y, por supuesto, el tomate sin piel ni pepitas (recordemos que las pepitas sólo aportan líquido y acidez). Y ahora, ¿todo revuelto o en dulce armonía? Reconozcámoslo, mejor en simetría euclidiana, es decir, procederemos a colocar en nuestro recipiente el sofrito en lujuriosa capa y encima, como a vuelapluma, las sardinas en la forma que nos apetezca, aunque quizás todas apiladas hacia arriba no queden bien y mejor las distribuimos.
Siguiente duda: el recipiente. Lo cierto es que vale casi cualquiera, pero lo bien que quedan en una cazuela de barro es innegable y cuasi poético. Reconozcámoslo, es lo suyo.
Tenemos el recipiente, el fuego (siempre lentito) y casi todo puesto, así que aquí debemos recordar que la sardina se hace con inusitada rapidez, y mejor que queden jugosas que parecidas a las suelas de unas Panamá Jack de invierno. Y otra notita: el orégano mejor lo echamos casi al quitarlo ya que como casi todas las hierbecitas aromáticas pierde mucho con el fuego. Lo único que debemos tener en cuenta es que la salsa tiene que quedar casi sin líquido.
Pan crujiente, cervecita, moruna y mirada playera oteando las procelosas aguas del Rinconcillo. Bonita máquina del tiempo.
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