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Erbló de Paco Rebolo... la última frontera.

Cocina

VENTRESCA DE ATÚN AL HORNO

Cuando en más de una ocasión preparo algún platillo o platazo, siempre hay algún avispado que suelta aquello de “claro, con lo que le has echado”, sin pararse a pensar que no es lo que se le echa, sino cómo se combinan, realzan y valoran los ingredientes lo que da sabor y arte al plato, no los ingredientes en sí mismos.

Con el plato de hoy pasa lo mismo. Es tan exquisito que, en sí mismo es un lujo asiático, dicho sea con propiedad. Y si no, acercaos por cualquier restaurante de Japón y preguntad, preguntad… Y todo empezó hace ya unos días cuando me invitaron a un restaurante que va a abrir y que creo que va a ser un placer a disfrutar (ya hablaremos, ya) en Los Barrios. Allí me encontré a un selecto grupo de amigos y a un no menos selecto elenco de maravillas emplatadas, entre ellas una ventresca de quitar “lah tapaerah del sentío”

La ventresca es la barriga del animal, con un alto contenido en grasa, pero de la buena, de la fetén. Así que tenemos que realzar su ya de por sí intenso sabor, ¿cómo? Pues sencillamente, sacándolo a relucir y sin enmascararlo con casi nada. Es como lo preparó mi amigo Cristóbal ese día y como probé uno de los mejores platos de los últimos años de mi vida gastronómica.

Aquí, es fundamental la calidad del producto, y conseguirlo se convierte más en cruzada que en mera excursión a la pescadería. Conseguido el producto, sólo tenemos que limpiarlo con un pañito seco, quitarle la piel y darle un ligero toque de aceite de oliva por su exterior (no queremos ferirlo). Calentamos el horno a no más de 150 grados, sin problemas si es menos. Introducimos nuestro tesoro particular y lo dejamos que se haga muy despacito, con cuidado de no resecarlo, que es cuando lo estropeamos, pierde su sabor y es como nos lo dan en esos repugnantes “restaurantes” para guiris que tanto proliferan por nuestras playas patrias. Si alguien lo destroza así, huid de él, tiene menos futuro que el letrista de Mike Oldfield.

¿Tiempo? El justo. ¿Y qué es la justicia? Ah, eso depende de si se le pregunta a un abogado (Vade retro, Satanás), a un filósofo o a un bonobo. Para lo que nos concierne aquí, que siga jugoso por dentro, con lo cual todo va a depender del grosor de la pieza, de la temperatura y de los aviones que sobrevuelen la zona por sus efectos sobre el karma de la almadraba donde se capturó (si hay gente que cree en los horóscopos no veo por qué no van a creer también en esto).

Y para presentarlo, seguimos con la dieta mediterránea y lo acabamos con otro chorro de aceite de oliva virgen extra en crudo, unas ramitas de perejil , a mí, sí a mí, me gusta con un aliño de tomates (probad el raff, por las bragas de Júpiter travestido) y cebolleta dulce de alguna de las huertecillas de por aquí, aliñados con más aceite, sal y vinagre de Jerez.

Para beber, Fino, excelso Albariño, o un Crianza de calidad, todos a la temperatura adecuada, que nunca es la ambiente, salvo que vivamos en un chateau del Loira (si es así quiero comprobarlo in situ). Recordad que es un plato con mucho cuerpo, untuoso, que tiene que deshacerse en boca, pero dejando el regusto durante mucho tiempo, que admite vinos para acoplarse, no para que ninguno resalte sobre el otro.

Curiosamente, a pesar de gustarme, ni es ilegal, ni inmoral ni engorda.

MIGAS AL REVÉS (Casi reciclado, 2ª parte)

Hace ya unos fines de semana tuve el placer de asistir a la presentación del libro  ”Cocina y gastronomía en el Cádiz de las Cortes” del algecireño (aunque con doble militancia) Manolo Ruiz Torres, una magnífica incursión por una época que, aunque mitificada, merece un acercamiento cuanto menos como el que realiza nuestro amigo Manolo, que no sé qué hace mejor, si comer o escribir.  Y, además, contamos (no es plural mayestático, es que fui con mis hijas Marta y Rebeca y con mi hermano Javi) con el placer de degustar algunos de los platos de la época. Curiosamente, uno de ellos se corresponde con algo que quiero preparar, aunque con ligeras variantes; allí se nos obsequió con unos ostiones en un rebozado tradicional  y yo quiero prepararlos en tempura y menos tiempo en el aceite. Además, creo que el macerado previo en limón que le dieron no ayudaba en nada, pero eso es opinable, obviamente.

El caso es que el libro en cuestión es altamente recomendable puesto que, además de ilustrarnos, nos deleita, cosa no fácil en los días que corren (vuelan, por aquello del “tempus fugit”).

Además, elaboraron unas migas interesantes, de las que quiero dar una variante curiosa y “exprés”.  ¿Y por qué curiosa? Pues porque el engorro de las migas consiste en partir pacientemente el pan y remojarlo hasta que adquiera humedad y consistencia adecuadas… pero no, ¡vamos a usar pan rallado! No es pan de pueblo, lo sé,  pero vais a ver cuán curioso queda a la par que de lo más comible.

Como hablamos de reciclar, supongamos que estamos en casa, que vamos a almorzar y no tenemos nada o casi, porque exploramos nevera y despensa y vemos un par de chorizos, unos pimientos que empiezan a decaer en soledad, unos ajos… un arsenal nuclear en potencia, y vamos que nos vamos.

Para empezar, supongamos que somos cuatro a comer. Se cogen dos cabezas de ajo enteras y se les da un corte a cada diente, se echan en la sartén con aceite para cubrir el fondo y un poquito más, al gusto. Fuego lento, que no queremos que se quemen y amarguen. Cuando estén blanditos los sacamos y echamos dos o tres pimientos verdes en tiras y repetimos el proceso. Luego, cogemos dos chorizos buenos (mejor ibéricos), los troceamos y dejamos que suelten su juguito, sin dejarlos secos del todo. Creo que con esto nos ahorramos el pimentón, pero si a alguno le gusta añadirlo… Los sacamos también. Ahora simplemente cogemos un sobre de 500 gramos de pan rallado y lo vamos echando en la sartén con el aceite caliente, cuando esté echado, ahora (sí ahora) le incorporamos el agua con cuidado. Veremos que empieza a hacer grumos grandes. El proceso ahora es simple, con un tenedor grande de madera vamos haciendo trozos poco a poco, del tamaño que nos apetezca, y vamos dejando que se doren conforme vayan perdiendo la humedad hasta que queden como nos dé la gana. A mí me gustan crujientes, casi fritas (de hecho yo antes no las tomaba porque me las ponían muy húmedas, hasta que un día en Granada las probé como la Física Cuántica manda). Y ya sólo nos resta mezclar chorizos, pimientos, ajos y migas con ternura y sabiduría y hasta freír un hermoso huevo que quedará en lo alto del plato como las ya casi desaparecidas nieves del Kilimanjaro, pero en rústico.

Por cierto, a las migas que prepararon en la degustación le dieron un toque interesante agridulce con trocitos de calabaza fritas y enmeladas, al gusto también. Pero sí, muy interesante.

Para beber, por favor, un buen tinto y, eso sí, al que se le ocurra sopear esto que me mande un correo, que creo que tiene un problema.

FABES CON CARABINEROS



Siguiendo con mi línea reciente de platos de alta cocina y cuchara en ristre, se dio la circunstancia de elaborar unas fabes de las de verdad, asturianas como el Sporting, y de hacerlo con un material tan nuestro como los bichitos del mar que tantas satisfacciones nos proporcionan en la vida. Y sobre todo teniendo en cuenta que unos días antes las había elaborado y zampado con ese compango tan maravilloso con que nos deleitan en el norte, pero aquí, traído expresamente para tan magna ocasión.

Así que, en esa tesitura, me dije que por qué no elaborarlas con carabineros, almejas y chocos y  como era yo el que las hacía no me atreví a contradecirme. Investigando el tema, me salió que tal receta no constaba en parte alguna (o no la llegué a encontrar) y que lo más parecido es sin caldo, aberración que no estaba dispuesto a consentir.

En este caso los ingredientes son simples teniendo en cuenta que íbamos a ser sobre la docena de fieras montunas a la mesa. A saber:

1 kg de fabes

12 carabineros, 1 choco, 1 kg de almejas

Puerro, cebolla, tomate, zanahoria, laurel, perejil, vino blanco.

El proceso es simple a la par que delicado: Se ponen  en remojo las fabes desde el día anterior a prepararlas y, en esa misma agua, se incorporan  zanahoria, puerro, cebolla, laurel y  perejil. Se da fuego y cuando hierva, se quita la espuma  y se pone a fuego suave sobre hora y media. Luego  quitamos las verduras e incorporamos el choco troceado, le añadimos un chorro de vino blanco y volvemos a meterles candela. Mientras, troceamos un par de cebollas y un par de tomates, los sofreímos, los trituramos e incorporamos el producto resultante, siempre con la alegría de saber que ya queda poco.

Ahora, cogemos los carabineros, les quitamos cáscaras y cabezas y los depositamos amorosamente en una sartén con aceite, los pasamos por el fuego y los reservamos. Las almejas las metemos en el microondas y cuando se abran, las ponemos en amorosa armonía con los carabineros, cuidándonos, eso sí, de no tirar el caldito resultante. En el mismo aceite de pasar los carabineros echamos las cáscaras y las cabezas troceadas, les damos un poco de fuego y lo batimos con ayuda del caldito de las almejas. El resultante tendremos que colarlo y lo incorporaremos a la olla en los últimos cuatro o cinco minutos, rectificamos de sal y servimos cuidando de que cada plato vaya primorosamente acompañado de su correspondiente carabinero y almejas abiertas.  Por supuesto, para saber cuándo está el plato, mandan las fabes que tiene que estar tiernas, como mantequilla y con sus pellejitos donde corresponden, rodeando a tan maravilloso manjar, no desperdigados por la olla.

A partir de aquí, solo cabe recordar que en la cocina es en uno de los pocos placeres en que podemos disfrutar de los cinco sentidos. La vista, puesto que contemplar algunos platos tiene tintes casi místicos, el olfato (sin comentarios), el gusto (menos comentarios aún), el tacto (recordad el punto de las fabes y como debemos deleitarnos con eso precisamente, con ese tacto aterciopelado) y el oído. Y si no estáis de acuerdo con esto último, esperad un rato y luego me lo decís.

EL RECICLADO, 1ª parte: LAS TORRIJAS

 Desde hace ya un cierto tiempo valoramos conceptos como el reciclado como un valor añadido en todas las facetas de nuestra vida. Así que, puestos a reciclar, qué mejor que usar de la sabiduría de nuestras abuelas, madres, tías por parte de padre y demás familiares y usar el concepto en una de las más gratificantes de sus acepciones: el de la cocina de sobras.

Dicho esto, es obvio que si tuviéramos que usar para hacer torrijas la porquería apiltrafada de simulacro de pan con la que nos estafan a diario, mal asunto. En el mejor de los casos, compraremos una barra de las que venden especial para torrijas o, como he probado con notable éxito, unos tiernos y amorosos bollitos de leche. Por supuesto, con al menos un par de días de vida, por aquello de la dureza necesaria. Evidentemente, antaño, lo de comprar pan expresamente para dejarlo que se pusiera duro y aprovecharlo luego podía ser considerado hasta como delito de lesa traición, pero son las cosas del progreso.

La torrija, en cuanto monumento gastronómico, como la paella, como el gazpacho, los cocidos o los pucheros, acepta variantes que adquieren el carácter de principales, así, hay a quien le gustan mojadas en vino, a quién en leche, mezcla, con azúcar, con miel o hasta rellenas de jamón ibérico (a estos no los conozco, pero lo mismo investigando…). A mí, que durante un tiempo me gustaron mojadas en dulce mezcla de leche y vino, últimamente los vientos me han llevado a la leche sola y el vino en el acompañamiento.

Me explico: Para las torrijas cogemos leche entera, azúcar, piel de limón y canela. Todo al gusto, probar y rectificar como nos apetezca el puntito. Lo metemos en una cacerola y lo ponemos a calentar con el objetivo no de que hierva, sino de que haga una infusión de lo más aromatizada.  Un ratito. Luego, dejamos que el líquido se temple para poder usarlo. Cogemos el pan y lo cortamos en rebanadas gruesas, al menos de dos dedos (en sentido horizontal, no vertical, claro) o, si usamos los bollitos de leche, le quitamos las cortezas de arriba, dejando sólo la de la base para que no se nos deshaga. Las introducimos en el líquido infusionado y las dejamos un ratito. Las sacamos y les permitimos que escurran un poco del líquido sobrante, que sobrará. 

A partir de aquí, la faena de aliño. Mojamos el producto resultante en huevo batido y echamos las cuasi-torrijas en aceite caliente. Procuramos que no demasiado y, pasados unos momentos, les damos la vuelta y bajamos algo el fuego con la idea de que se hagan por dentro. Cuando casi están, las sacamos y les echamos azúcar para, en un último alarde, volver a echarlas en el aceite muy caliente para que ese último añadido cristalice y deje a nuestras amigas crujientes e incitantes. Sacamos y papel absorbente, que queremos comer torrijas, no pan dulce con aceite.

¿Y ahora qué les echamos? Variedades, desde miel, azúcar, canela… A mí me gusta casi todo, para lo cual, pongo en un cazo algo de miel y de Pedro Ximénez (leído con jota, que esa “X” es una simple heredera de la iota griega, como en México)) y dejo que reduzca un poco. Con esa delicia riego las torrijas y hasta les añado algo de canelita en polvo.  Obviamente, lo mismo es con los bollitos citados.

Y como estamos en ese invento llamado Semana Santa, a mí estas torrijas siempre me apetecen con un buen chuletón a la parrilla. Cosas de ser un iconoclasta.

LA CASA DE MI AMIGO JUAN: LOS ARCOS

 

En los momentos de crisis nada hay mejor que refugiarte en tus cuarteles de invierno, poner varios troncos en la chimenea, darle cuerda a tu perro de peluche y ver pasar los cadáveres de tus enemigos. Sobre todo si lo son en forma de chuletón de buey, que yo siempre me he llevado mal con los bóvidos en general.

Porque lo de fumar en pipa ya está tan demonizado que empieza a resultar imposible. O inasumible, que no es lo mismo pero es igual (Silvio Rodríguez dixit).  Y lo de pasar las páginas del libro, debo confesar que ya, con mi lector de ebooks, ha quedado atrás. Las modernidades de las buenas.

Pues eso, que lunes tarde, duda metódica y varios retos. A saber, dar cuenta de pulpo a la gallega, almejas al lujo y algún que otro entrecot que sobrevolara la zona. Y una pregunta… ¿realmente es necesario acudir a lugares exóticos para engullir con fruición y deleite un magnífico pulpo a la gallega? ¿O esas almejas que no aspiran a ser de Carril, porque el famoso lugar gallego no da para más pero que no desmerecen en absoluto?  Y siempre nos queda el recurso de acudir al reclamo del puchero de los lunes, pero ésa es otra historia.

Así que, ante la perspectiva, nos refugiamos en lo de mi amigo Juan, de nuevo, entre esos troncos y peluches que hacen acogedora la tarde y entretenida la faena. El tema es que uno acaba yendo despistado, momento que ellos aprovechan para echar las redes y cobrar una nueva pieza en forma de incondicional converso. Y otra dificultad es que, a la hora de escoger, parece mentira que tengamos tanto y de tanta calidad: Buey, Carnes argentinas, Carrilladas varias, Foie de pato (del bueno), Nécoras, Gambas, Mejillones (de los de época y no me refiero a la revista), Gambas, y esos menús que son de los de cerrar los ojos y verte en casa de tus padres. Eso sí, los platos de diseño ni colgados en las paredes.

Por cierto, ¿alguien podría explicarme la moda de poner siempre patatas congeladas en platos, tanto de menú como de carta en tantos y tantos sitios? ¿Acaso hemos perdido el paladar? ¿O el sentido de la decencia? Pues aquí las patatas de las de siempre. Con lo cual, punto a favor. Y, para mí, de los importantes, a lo que añadimos guarniciones sin pamplinas, y con lo adecuado, pimientos fritos o asados, patatas, cebollas o tomates partidos y a la plancha… Mmmmm. 

Y el problema es que pasamos el lunes, llegamos al sábado y casi siempre aparecen Adelaida y su magnífica paella recién sacada de imprenta (sobre las 14.30, para los despistados). Y cuando no, Mª Carmen y Juan me acaban liando y no es la primera vez que montamos un cirio del nueve en forma de cocido, caldereta, vieiras, tempuras o cualquier asunto que merezca la pena y el esfuerzo. Y siempre son otros setenta u ochenta los que acaban deleitándose en comandita mientras Inma, Ventura y Eva tienen que multiplicarse para no morir en el intento.

¿Más problemas? Sí, que ya somos muchos los que lo conocemos y hay veces en que esa tranquilidad se ve enturbiada por tantos y tantos acólitos acodados en los ya casi desgastados barriles y especulando sobre el número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler, las elecciones en Bosnia-Herzegovina o las últimas fluctuaciones del mercado de futuros de Hong Kong. En definitiva, el lugar que uno siempre quiere tener a mano cuando tiene algo que celebrar… o porque no lo tiene.

Cosas del Río Ancho.

CROQUETEANDO

Pues como  lo prometido es deuda, y pensando en que si somos seis o siete en casa sobrará algo del cocido multitudinario que hicimos el mes pasado, podemos hacer un ejercicio de reconciliación con alguna vida anterior o recordar esos almuerzos en familia con olor a magníficas frituras y plantearnos unas croquetas de las que quitan el hipo. Cuando hablamos de croquetas siempre tenemos dos opciones, la primera comprarlas congeladas pero, desgraciadamente, aparte de ganar en rapidez (¿para qué, dónde vamos a llegar con tanta bulla?) perderemos en respeto del resto de la humanidad. Recordemos, todas, TODAS, las croquetas congeladas son sencillamente abominables. Más aún, repugnantes. Allá vosotros. Como si os da por esnifar amoníaco, y si os gusta…

La segunda, hacerlas nosotros. ¿Cómo? Casi  como con todo, con un poco de cariño y sencillez. A saber para la bechamel: 2 cucharadas de mantequilla y dos o tres de harina. Se funde la mantequilla y se incorpora la harina, se hace un roux, que no es sino cuando la mezcla anterior coge un lindo color avellana y, a partir de ahí, a incorporar leche sin que llegue a hervir. Se mueve y se mueve, con cariño y madera, hasta que queda totalmente despegada de la sartén. Como paso intermedio, y sin que afecte a lo de mover, incorporamos la carne de ternera, la morcilla, el chorizo y algo de tocino (poco) de los restos cocideriles.

Y como unas croquetas solas lo mismo acaban deprimiéndose, podemos aprovechar y dejar muy blanditas unas cebollas cortadas muy finas  y diluir queso Roquefort, Cabrales o buen Parmiggiano (es Parmesano, pero así parece más fino) e ir incorporando la mezclas a la bechamel hecha como antes (pero sin las sobras del cocido, claro). Hechas las croquetas, sean las que sean, lo mejor es extender la masa en una fuente y dejarla en la nevera por la noche y al sacarlas, huevo y pan rallado (a mí me gusta repetir este proceso) en el que incorporaremos algo de sal. Y, por supuesto, freír en aceite de oliva (cuidado con quemarlas por fuera y dejarlas blandas en el interior) tras haberles dado forma con dos cucharas (lo del método sobaquero ha caído al rango de vulgar leyenda urbana).

Y como traca final, ya metidos en faena, queda de lujo asiático hervir ramitas de brécol que parecen bonsáis, y, sin que lleguen a estar blandos del todo, empanarlos lo mismo que las croquetas y freírlos igual. Da un toque muy fresco al plato. Por supuesto, esto puede necesitar salsa y las de tomate frito o mayonesa casera van bien. Por favor, mayonesa CASERA, nada de engendros enlatados. Recordad que estas cosas generalmente son como las tiendas de los chinos, donde entras para comprar cosas que se parecen a cosas, pero no cosas de verdad.

¿Y si algún día hablamos de seis o siete salsas? Mmmm…

RAPE A LA CAZUELA

Lo que me fastidia de estas fiestas en las que nos sumergimos es la necesidad de comer y comer, de tirar, despilfarrar y emborracharnos por Decreto-Ley (esto es un guiño a mis alumnas). Por no hablar de la cuestión ideológica, espiritual o de esos ataques pseudo-místicos que hacen que auténticos animales de carga (de uno y otro sexo) se “transformen” en corderitos con expresión de arrobo infinito y entonación constante de ese subproducto llamado villancico. Por eso, mi receta no va a ir de un plato en el que nos tengamos que dejar medio sueldo o comprar productos exóticos, que además sólo vemos en estas fechas. He dicho.

Una vez planteado mi punto de partida, me ha dado por preparar una delicia conocida, clásica, y que requiere de grandes habilidades sociales por parte del rape, porque la compañía que lleva tiene que afrontarla con mucha diplomacia para no ser absorbido por ella ni al revés. Una perfecta simbiosis de sabores y aromas. Repasemos los ingredientes:  Los huesos de un rape, 2  piezas de rape por persona (piezas de rape, no rapes enteros, es decir dos tajadas por zampador/a), gambas, almejas (ambas en proporción a los comensales, en cualquier caso, al gusto, depende del sabor final que queramos darle, si tirando a pescado o a marisco); 2 cebollas, 1 tomate (con esto, para unas seis personas, aproximadamente) yemas de espárrago blanco, guisantes, 1 huevo duro por persona o asimilado, vino fino, brandy (para flambear, una copita), aceite de oliva, harina, sal.

Hacemos dos fondos, uno con los huesos del rape haciéndolo hervir (media hora) con cebolla, puerro y zanahoria, se cuela y se reserva. Otro con las cáscaras y cabezas de las gambas, que dejaremos hervir sobre media hora, pasaremos por la batidora y colaremos. Con eso tenemos más de medio plato. Luego, enharinamos el rape y lo pasamos por la sartén a fuego vivo. Esto nos ayuda a tener medio preparada la carne del rape que es recia y a trabar  la salsa con la harina de cobertura. No se hace del todo, tenemos que rematarlo con los demás ingredientes. Aparte, podemos preparar las almejas sencillamente en el microondas (fantástico para esto), así evitaremos que nos caiga arenilla en el plato, las apartamos y depositamos con mucho mimo el caldito que ha soltado en la olla.

En el mismo recipiente de terrible rima, echamos las cebollas partidas finitas, aceite y fuego; cuando estén muy blanditas (sobre media hora a fuego medio), le echamos el tomate (mejor sin las simientes), lo dejamos un poquito y le añadimos el brandy para flambearlo. Cuando lo hayamos hecho, a mí me gusta pasarlo por batidora para dejar una crema suavita que va a impregnar al resto de ingredientes con una dulzura cuasi infinita. Ahora añadimos los caldos que teníamos reservados en la proporción que nos apetezca; es decir, si queremos que sepa más a marisco o más a pescado, es nuestro momento de combinar y dar nuestro punto personal. Y de probar para ver cómo está de sal.  Aquí añadimos un vaso de vino fino, con lo cual tenemos que ponerlo a fuego fuerte para que pierda casi todo el alcohol.  Incorporamos las gambas que habíamos dejado desnudas antes, el rape y dejamos que el rape se termine de hacer, además de dejar el caldo en el punto que nos apetezca, pero mejor tirando a espesito;  en el último momento ponemos las almejas porque ya están hechas  no queremos comernos un trozo de plástico insípido, sino un fantástico bivalvo).  Ya sólo queda, en la cazuela donde vayamos a servirlo (o en un modesto plato hondo si no tenemos), incorporar el huevo duro partido, dos o tres yemas de espárrago blanco por persona, algunos guisantes y dejar que reposen un par de minutillos, que serán suficientes para que lo último incorporado trabe la necesaria amistad con lo más elaborado.

¿Y para acompañar? Pues  lo que nos apetezca, patatas fritas, hervidas, arroz blanco o hasta polvorones si vuestra perversión alcanzare. Para beber, tres cuartos de lo mismo, acepta blancos y hasta crianzas riojeros (yo también, que conste).

Y nos encontramos con el próximo cambio de guarismos.

COCIDO MADRILEÑO PARA 75/80 MÁS O MENOS

Puestos a especular sobre el sentido de la vida, la trascendencia de la misma o los resultados de la lotería de navidad, qué mejor que hacerlo ante una antigualla de las que hacen época, un plato que, desde hace siglos nos acompaña en armonía difícilmente igualable. Un magnífico cocido madrileño con sus tres vuelcos y, cómo no, bola.

Y digo desde hace siglos porque parece ser que tan contundente amigo tuvo su origen en nuestros antiguos compatriotas sefardíes que lo preparaban sin carne ni derivados del cerdo (llegamos hasta el siglo XV sin problemas). Curiosamente, los que quedaron en la Península tras la barbarie de su expulsión cometida por los Reyes Católicos, tuvieron que disimular hasta en la comida e incorporaron el cerdo como manifestación de ser “cristianos viejos”. La intolerancia y sus delicias.

Como el gazpacho, como la tortilla, admite muchísimas variantes, sin que ninguna pueda abrogarse la consideración de “la manera”. Así que en esa libertad me permití bucear (casi literalmente) entre las perolas y las recetas para tan magna contundencia. ¿Y el número? Sencillamente fue el que calculamos para uno de nuestros sábados arqueros (eso son los mejores arqueros y no los normandos, asirios y similares). Así por encima, 70 u 80, así que nos agenciamos 2 gallinas, 3 pollos de campo, 50 chorizos ibéricos (sin ahumar), 50 morcillas ibéricas (con cebolla, pero nunca con arroz), 1 paletilla ibérica troceada, 1 hueso de jamón ibérico, varios huesos de ternera (sobre 10), 3 kilos de tocino fresco, 6 kilos de garbanzo de Fuentesauco (arenosos), 8 kilos de jarrete, 1 bolsa de zanahorias, 1 docena de huevos, apio al gusto, 8 ó 9 nabos, 6 kilos de patatas, 8 repollos, ajo, perejil, pan rallado, fideos de cabello de ángel y hambre, mucha hambre.

Como  muchos piensan que hacer comida para tanta gente es complicado, les diré que yo me suelo guiar por el color, textura y densidad de los distintos caldos, así que para hacerlo al revés, se procede de la misma manera pero teniendo en cuenta que un cocido, bajo mi punto de vista, no es comida para dos o tres, o se hace para muchos o para varias veces o pierde. Y las raciones se calculan sin más. En cuanto al resto de cositas que algunos le echan, a mí no me gusta lo de las manitas de cerdo y como era yo el que lo hacía… Y no le eché hueso de caña porque no encontré, que si lo encuentro, el tuétano sobre pan blanco es motivo hasta de separaciones matrimoniales por la disputa de a quién corresponde su deglución.

La elaboración es sencilla: obviamente, lo primero los garbanzos en remojo con agua y sal, toda una noche velando armas y vigilando el resto del avituallamiento. Es fundamental tener en cuenta que el garbanzo no coge bien la grasa (a diferencia de, por ejemplo, las habichuelas), así que haremos dos cocciones. En la primera echamos el hueso de jamón (quitándole todo el tocino posible), los de ternera, las zanahorias, el apio, y agua. Comenzamos a darle fuego y cuando ya caliente le quitamos la espuma a conciencia, hasta que no quede nada (sin entender nada como un concepto matemático). Incorporamos el jarrete y fuego lento (jamás olla rápida, la gelatina se perdería). Lo suyo es los garbanzos en redecilla, para sacarlos cuando estén. Adem.as con la división estratégica, el caldo adquiere un color dorado casi de 24 kilates.

En la otra olla echamos el repollo sin la parte dura y el tocino troceado, cuando esté el repollo lo apartamos y lo rehogamos en una sartén con ajos y aceite, reservándolo. Cuando quede sobre una hora, echamos los chorizos y la morcilla y, al final las patatas troceadas.

Todo se acaba en unas tres horas, tres horas y media (tras rectificar de sal, claro) y, mientras, podemos hacer las bolas, mezclando el pan rallado, los huevos, algo de caldo, el ajo picado y el perejil; se hacen bolas (densas) y se fríen no demasiado; el resultado podemos incorporarlo a la sopa o a la pringá. Además, sacamos algo de caldo y (seis partes de un caldo y una de otra no es mala proporción)  hacemos los fideos. A partir de aquí, simple, primero el caldo con los fideos (y bola) para resucitar a un muerto, segundo los garbanzos con las verduras y las coles para darle ánimo y al final la pringá con las patatas para que baile un zapateado sobre la mesa.

Con las sobras… da para tres o cuatro articulillos más.