Blogia
Erbló de Paco Rebolo... la última frontera.

Cocina

TETERIA CUATRO GATOS

Partamos de la base de que el té se comenzó a tomar en infusión hace 4500 años (no se sabe si por la mañana o por la tarde) y, cómo no, en China. Bebida suave, sutil, vigorizante, aromática y con el dudoso honor de haber servido a los actuales EE.UU. como “casus belli” en su levantamiento contra el británico opresor  en la famosa Revuelta de Boston (lo cierto es que cuando han necesitado una guerra siempre han tenido la “enorme suerte” de ser agredidos, aunque luego se acabara demostrando el montaje ad hoc, pero ¿a quién le importa la sutileza?)

Como no quiero descender al terreno de la política de las no-armas de destrucción masiva, voy al terreno de lo amable, limpio y con estilo y si mezclamos eso con té en Algeciras la ecuación (o adivinanza) tiene nombre propio: “Tetería Cuatro Gatos” (en la Galería de la Calle Ancha), donde mi viejo conocido J mantiene en alto el pabellón de ser, hasta donde yo sé, el único lugar donde degustar tamaña variedad de tés, amén de ser, eso sí, el único establecimiento donde la repostería se hace de verdad, con gusto, sin plásticos que es lo que acaba pareciendo la pastelería al uso hoy día, de prisas y sabores a nada aunque, eso sí, todos iguales.

Lo dicho, cuando entramos en “Cuatro Gatos” nos vamos a encontrar, casi siempre, con cuadros, fotografías o grabados de variados autores en grata exposición, con lo cual la decoración es siempre única. Y el buen gusto también, como las mesitas encantadoras con decoración de claras reminiscencias clásicas. A partir de ahí, la música nos acompaña sin estridencias, lo justo para no oír lo que se habla en la mesa de al lado y a la vez para disfrutarla a poco que pongamos atención.

Al llegar a este punto lo normal es  sentir una mezcla de confusión por encontrarnos con una carta de más de 20 clases de té (abarcando todo el arco iris y todos ecológicos, también para llevar), otras siete u ocho de cafés (natural, no torrefacto) amén de chuches varias. A mí, lo he de confesar, en cuanto ser primitivo y de gustos simples, me gustan todos, tés, cafés, cacao, zumos, batidos, etc. Pero puestos a elegir, me decanto por un estupendo té verde con hierbabuena, qué le vamos a hacer. Y además acompañado con una porción de tarta Sacher de chocolate con frambuesas realmente fina, sin saturar. Luego recomiendo pedir el clásico americano, hecho en la leche, con canela en rama y Licor 43, como el Dios de las hojas de té manda. Y lo podemos acompañar con una tarta de Almendras con dátiles o una de chocolate blanco con frutos rojos.

Como además de primitivo, el vicio me corroe, mi propuesta pasa por llegar con tiempo y, degustados y casi digeridos los tés, pedir para rematar de tacón y por la escuadra un cafelito (¡y pensar que no empecé a tomar café hasta pasados los veinte añitos!); en este caso las opciones son menores aunque igualmente jugosas: me decanto por un antillano con ron, canela, azúcar de caña y nata, aunque uno árabe con canela y cardamomo, muy dulce o un iraní sólo con cardamomo y también muy dulce no serían mala elección. Menos mal que yo, como Silvio Rodríguez venzo la tentación sucumbiendo al deseo, que si no…

Para un zumo natural ya no me queda tracto digestivo, ni para un recio pan moreno de verdad, así que entornados los ojos, con el adecuado avituallamiento, salgo con la frente bien alta y con la tranquilidad de haber estado en un lugar agradable, tratado con amabilidad, disfrutado de un cálido ambiente y degustado productos de alta calidad sin dejar en prenda la cartera. ¿Qué más se puede pedir?

COSTILLAS DE CERDO IBÉRICO LAQUEADAS

Las costillas de cerdo son ya de por sí un manjar de indudables valor y méritos morales. Si son de cerdo ibérico subimos un peldaño más en la obtención de un karma que nos permita reencarnarnos, al menos, en salamandra del Ártico (para cosas como sindicalista liberado necesitamos mucho más karma).

Lo importante en estos casos es adquirir algo de calidad, donde casi asomen las bellotas que nuestro amigo haya engullido durante su estancia en montanera dedicado a la holganza, el fornicio y la molicie… vamos, lo que todos envidiamos pero no nos atrevemos a confesar. Y lo interesante una vez hayamos adquirido esas lindas costillitas es que podemos prepararlas con bastante flexibilidad, que no significa hacer gimnasia artística mientras las aderezamos (para las aberraciones tenemos que leer los anuncios clasificados del ABC, que la pela es la pela).

Como curiosidad, hay que decir que la técnica del laqueado es una griega y no china (aunque lo que más nos suene sea el pato laqueado chino, que en sus orígenes sólo podía consumir el emperador), y consiste fundamentalmente en dotar al alimento correspondiente de una capa lustrosa y crujiente de algo dulce (resumiendo hasta lo resumible). Así que cuando tengamos nuestro costillar es conveniente cortarlo costilla a costilla, para lo cual necesitaremos poco tiempo, escasa maña y un cuchillo bien afilado. O la espada láser de La Guerra de las Galaxias, pero nos arriesgamos a caer de manera irredenta en el lado oscuro de la Fuerza, demasiado peligro. Luego, hacemos una mezcla con miel (abundante), salsa de soja, jengibre fresco cortado, ajo muy picado, y hasta un puntito pequeñín de kétchup (que éste sí que es otro invento chino más), podemos añadir algo de romero o tomillo, pero sin abusar y sumergimos nuestras costillitas para que maceren ligeramente y se impregnen de esos aromas dulces, ácidos, fuertes, cítricos, etc. No es necesario dejarlas mucho tiempo, con una o dos horitas vamos que nos vamos. Las ponemos en el horno a fuego más bien flojo (100-120 grados, poco más que un ángulo recto, para entendernos) para conseguir que el interior seque y cueza ligeramente y que todos los aromas penetren adecuadamente en el costillar porcino y lo preparen para la traca final.

Cuando las tengamos a punto de caramelo (nunca mejor dicho), sacamos las costillas, las escurrimos y las ponemos en el horno muy fuerte, o simplemente las gratinamos o hasta las pasamos por una sartén con aceite (no demasiado, a media asta) para poner crujiente la piel con el caramelizado de los juguitos que tendrá incrustados. Lo que se entiende por la Química al servicio del paladar. En ese momento las tenemos listas y preparadas.

Aparte, reducimos el caldito que hemos usado para macerar y lo dejamos como salsita (cuidado con la sal, que la soja cuando reduce resalta su componente salado) y como guarnición podemos usar un poco de arroz hervido (en este caso preferentemente de grano largo, tipo Basmati, ya aromatizado y a la venta en cualquier estantería de casi cualquier supermercado) que aliñaremos con la salsita, unas pasas, unos piñones tostados, algo de aceite, lo que se entiende por “al gusto”.

Para acompañar queda bien un Albariño en sazón. O dos si no conducimos.

Nota importante: es mejor hacer esto con un costillar proveniente de un cerdo al que no hayamos conocido desde pequeñito, caso contrario suele generar sentimientos contradictorios de los que a veces cuesta trabajo sustraerse.

EL PARAISO DEL GIN TONIC: CAFETERIA BODE BAR

Cuando me propusieron acercarme a un lugar donde me susurraron que tenían más de 35 referencias (es como “marcas” pero en fino) distintas de ginebra mi primera pregunta, obviamente, fue: “¿y qué tónica manejan?”. Por dos razones, si hubieran tenido esa horrible marca blanca francesa (la del Carreflush) aquí el que suscribe no asoma. Y si no tienen la inigualable fever-tree, me acerco pero con la escopeta cargada. Cosas de la inmarcesible edad que me atosiga.

Afortunadamente, la tónica de mantenimiento era la más que digna Schweppes y sí, tenían fever y Q-tonic (con la fever a mí me sobra pero esto es discutible, lo de antes NO).

A partir de aquí, la lujuria. Lo cierto es que, antes de ponernos a la faena, hicimos el calentamiento adecuado y oportuno en el Bode Bar (mismos dueños Jacobo y Gonzalo, mismo fino estilo), pero eso da para dos o tres articulillos más. Pero que conste que no hay que perdérselo (sí, sé que llego tarde y que muchos lo conocéis pero qué le hago, yo fui el otro día por primera vez).

Es decir, ánimo predispuesto, estómagos en su punto y oídos que empiezan a deleitarse con la musiquilla de fondo (y que conste que a mí me gusta más el jazz para estas cosas, pero es que soy raro). Al fondo una carta con casi todas las ginebras que se ofrecen y en el lateral todas ellas en sacrosanto y cristalino ofrecimiento. En la entrada yo, asiendo la banqueta con mirada vidriosa y estoque de entrar a matar.

La primera tarea: romper el último resquicio de incredulidad que aún anidaba en mi mismidad, así que pido en plan clásico, uno con Hendrick´s y fever; y para mi deleite copa ancha, hielo muy duro y grande, algo de pepino (poquito, es demasiado invasivo) y NUNCA rodaja de limón en la copa, destroza la tónica y pasamos de tomar una delicatessen  a un Macmenú. Y como curiosidad, nunca debemos olvidar que la vida útil de un buen gin-tonic nunca supera los cinco minutos y que incluso el cuarto puede ser letal.

A partir de ahí, cambio el tercio con dos G´Vines, una Nouaison y una Floraison que no llevan enebro y sí flor de vid en su composición. Curiosísimas, exquisitas, sutiles. La primera nutrida con hojas de lima kaffir (de Indonesia), una experiencia olfativa que nunca se olvida. La segunda con uvitas para hacer honor a su composición. No sabría por cuál decantarme. Mejor las dos, para qué elegir.

De ahí a otro clásico, Martin´s Miller (hecha con agua de Islandia) y pétalos de rosa por aquello del aroma (que no del sabor). Dicen que es la mejor ginebra para el gintonic.

En este punto  Citadelle reserva (8000 botellas al año en todo el orbe) con cáscara de naranja. Luego una Bulldog con rodajas de manzana ácida que me hizo querer más por su frescura. Y, por supuesto, no podía faltar una Zuidam neerlandesa (recordad, Holanda es sólo una región de los Países Bajos) con kunquat (naranja china dulce); es decir, estallido de  aromas y bocadito final.

Con ese nivel de efluvios etílicos uno se pone a pensar (tras pasar por la exaltación de la amistad y la solución a los problemas del mundo, obviamente) en lo curioso que resulta disfrutar de  los niveles que un invento para combatir la malaria (la tónica por la quinina) y el deseo de aprovechar un brebaje aguardientoso  sajón alcanzan tras ser mejorados y combinados; pero es lo que tiene la vida, las cosas más simples son las que dan más satisfacciones (¡con qué poco nos conformamos los pobres!).

Es decir, resumiendo, tragos espectaculares (y por supuesto no sólo ginebras varias y multiformes), magnífico servicio, buenas música y ambiente, precios muy ajustados para el nivel cualitativo en que se mueven (creo que en ocasiones casi pierden) y una oferta inusual por estos pagos dejados de la mano de Odín.

¡Ah!, para quien piense mal: no conducía yo.

BACALAO AL PIL-PIL

 

El bacalao al pil pil es uno de esos platos que, si uno no lo ha catado en su plenitud misma, no puede morir tranquilo. Ni siquiera echar una buena siesta sin remordimientos intensos de conciencia.

Aunque su nombre pueda llevarnos a confusión (cójase la primera desviación a la derecha, salida 107 de la A92), no es un plato chino. Ni se le parece o asemeja. Lo de la coincidencia fónica es eso, mera coincidencia. Pero ahora hay que precisar porque todo viene de la gran China.

El bacalao tiene un gran contenido proteico, lo que unido a la facilidad de su conservación en salazón, lo ha hecho compañero inseparable de cualquier aventurero que se haya preciado de serlo, sobre todo en España y Portugal. En nuestros días, se está volviendo a apreciar en su justa medida a un bichito tan rico como el que hoy nos acompaña.

La receta es sencilla de ingredientes y pelín cuidadosa en la elaboración, nada que no pueda ser realizado con algo de mimo. A saber: bacalao (lo compramos mejor ya desalado) de calidad, aceite de oliva virgen extra, ajos y guindillas.

Supongamos que somos dos (echaremos menos que si somos diecinueve), en ese caso, con dos buenos lomos nos va a valer. El proceso es simple. Se echa abundante aceite de oliva en una cazuela de barro (mejor que otros recipientes), más o menos hasta que casi cubra luego las rodajas de bacalao. Se echan los ajos fileteados y la guindilla en rodajitas. El fuego se pone medio tirando a bajo, porque queremos confitar el ajo, no freírlo y que se nos pase. Y además, en ese punto dorado ayuda a la emulsión que haremos luego.

Cuando tengamos los ajos, lo sacamos junto con la guindilla y los reservamos en espera de su destino último.

Ahora entramos en el momento de la verdad. El aceite tiene que estar templado, nos interesa hacer lentamente el bacalao, así que depositamos nuestros lomos en la cazuela…. Y aquí tenemos un problema. ¿La razón? Pues que hay tanta gente que dice que tenemos que hacerlo con el lomo para abajo como gente que dice que el lomo tiene que estar para arriba. Si os genera mucha desazón, haced uno para arriba y otro para abajo y veréis como os quedan iguales.

El bacalao va jugando sus cartas en la cazuela y, recordemos, la claves está en hacer la carne y en trabar la salsa y, como la base de ésta es la gelatina, la temperatura tiene que ser necesariamente baja. En este caso tenemos una pista y es que cuando veamos una cosa blancuzca saliendo del lomo de bacalao, sabemos que está a punto para el meneo. Bueno, o que el ectoplasma del bacalao está abandonando su cuerpo, pero esto último es harto difícil.

Ahora, ahora, sí ahora, es el momento de empezar a menear en círculos la cazuela, despacio, con ritmo. Con el movimiento, aceite y gelatina se van aglutinando, formando un nuevo elemento muy parecido a la mayonesa. Podemos sacar el bacalao y seguir con lo que queda en la cazuela y ayudarnos de varillas, o hasta de un colador grande. Estaremos introduciendo aire en la mezcla de ambas formas.

Y ya sólo queda poner los lomos, cubrirlos o acompañarlos de la salsa y esparcir en lo alto ajitos y guindilla. Con un buen vino, no se olvida fácilmente. Ni mucho menos.

TXANGURRO CON ÍNFULAS

Para empezar he de reconocer que la receta no se llama así. De hecho es a la donostiarra, pero es mi columna y o jugamos así o me llevo la pelota.

Txangurro no es realmente un bichito marino, sino más bien una preparación entre varias opciones, a cuál más apetitosa.  A mí, personal y ontológicamente, me gusta más con centollo, pero  veremos (y ojalá catemos) que en la variedad está el gusto.

Para empezar, cogemos el centollo, que tiene dos variedades, a saber: macho o hembra (son pocos los casos documentados de hermafroditismo entre la población centolleril) y cada uno tiene sus ventajas. Si tenemos a una linda hembra de centollo podremos apreciar uno de los más ricos manjares con que nos puede obsequiar nuestra naturaleza: las huevas de centolla. Si, por el contrario tenemos un ejemplar macho, apreciaremos sobre todas las cosas la carne de las pinzas, que serán mayores cuanto más chulo sea el finado bicho. Procedemos al ritual de la cocción, acompañado de la suficiente sal como para sacarlo sabroso, pero sin pasarnos (si le faltan patas, es mejor cerrar el boquete con miga de pan o papel de aluminio para evitar la pérdida de la carne).

Y la parte más complicada viene ahora, tenemos que proceder a quitarle toda la carne de pinzas, caparazón, patas y cuerpo y depositarla amorosamente en un cuenco ad-hoc (es decir, para eso mismo). Obviamente, podemos, y aquí está la variación, aprovechar un buey de mar (mejor sólo las pinzas),  nécoras o similares (en Navidades empiezan a traer cangrejo real que está de vicio asiático), al gusto. ¡Ah! Lo verde es el hígado, súmmum de las delicatesen (en cambio si volamos en Iberia, lo verde de la comida se tira, aquí no)

Ahora quitamos las branquias (si viene la suegra se las podemos dar, veréis como no vuelve) que son esas cosas grises y feas, como plástico venido a menos,  y las tiramos a la vez que reservamos todo el juguito que haya soltado el bicho y que tiene que estar en el caparazón.

Aparte, en una sartén ponemos una cebolla con algo de puerro y las vamos pochando en quietud y reposo, como si el fin del mundo no estuviera cerca. Cuando nuestras hortalizas hayan cumplido el objetivo para el que fueron plantadas echamos un poco de tomate frito (recordad, Hida o casero, nada de riesgos con el tomate frito) toda la carne que teníamos reservada y un buen chorreón de vino blanco o brandy o whisky (con zumo de piña en cambio no queda bien, misterios de los efluvios etílicos) y lo flambeamos para quitarle el alcohol. Le añadimos el caldito que habíamos guardado, reducimos ligeramente y ya casi lo tenemos.

Ahora sólo queda depositar el producto resultante en el caparazón del centollo (es decir, nos retrotraemos al principio y añadimos un socorrido “se guarda el caparazón”), cubrirlo con abundante pan rallado e incorporarle dos o tres nueces de mantequillas (lo que aquí se conoce como pizcas), lo metemos en el horno para gratinarlo, y lo tendremos unos minutos hasta que veamos cómo se tuesta ricamente, momento en que lo sacamos, lo depositamos en el plato, cogemos tenedor y vaso para el bebestorio y dedicamos la faena al primero que se nos antoje. 

Lo bueno es que nos sobrará parte de la preparación y podemos ponerla en canapés o directamente en una telera de a kilo de pan moreno.

Y no es ni caro, sobre todo teniendo en cuenta (parte reivindicativa) que los centollos de la zona (desde el Faro hasta Bolonia) no tienen nada que envidiarle a ningún otro del mundo habitado.

CASI CARPACCIO DE CORZO

Como nos vamos aproximando a una época en la que queda bien eso del cuchareo y el guisote, voy a hablar de un plato de caza pero a medias,- un sí es-no es-, porque la carne de corzo, aun siendo de monte es de lo más fino que en el monte nos podemos encontrar, salvo una pija de Madrid que se perdió por Jimena hace un año o dos y que todavía sigue por allí.

                La cuestión es que no tiene el sabor tan acusado, tan peculiar y a veces desagradable, que tienen los venados, jabalíes o Inspectores de Hacienda que habitan nuestros campos patrios, pero a la vez está dotado de un aroma peculiar y de una delicadeza que no le va a la zaga.

                Como aun así, alguno cuando lea lo de carpaccio dirá algo parecido a “puagg, carne cruda”, vamos a salirnos por una variante no menos interesante.

                Dejaremos tres o cuatro horas un lomo de corzo marinando con aceite de oliva, romero, tomillo (a las carnes de caza estas hierbas aromáticas le vienen como Cristiano Ronaldo al Real Madrid) algo de salsa de soja y vinagre balsámico o de Módena. No mucho más, porque tampoco se trata de que pierda su encanto. Es decir ya no estará exactamente crudo, pero desde luego no cocinado, porque para cocinar hace falta fuego; estará marinado. Nada más y nada menos.

                En este momento, y en otra pirueta digna del Cirque du Soleil, nos saltamos las normas de etiqueta de los carpaccios y decidimos darle un toque diferente, para lo cual cogemos el lomo en su plenitud, en su inherente mismidad y, sin darle tiempo a pensar, lo introducimos en una sartén con una gota de aceite  MUY caliente (como Carmen de Mairena en un desfile de la Legión). El detalle consiste en marcarlo con un hermoso tono dorado por todas sus caras. Es decir unos segundos.

                Lo sacamos y lo cortamos lo más fino que podamos (mejor no usar los cortadores industriales, que queman la carne y le cambian los sabores). Aun así, como no nos quedará todo lo fino que un carpaccio requiere, podemos ponerlo bajo algo sólido y darle ligeros golpes al ritmo del mantra que más nos apetezca hasta dejarlo más finito y gustoso de ver y catar. Ya casi lo tenemos donde queremos. Ahora sólo queda hacer una vinagreta suave con aceite de oliva, y algo de limón y depositarla amorosamente sobre nuestro desafortunado Bambi y, a la vez, usar un buen trozo de mejor queso parmiggiano (si decimos carpaccio tenemos que seguir con parmiggiano, si decimos carpacho, nos vale parmesano, a elegir) que previamente habremos laminado y depositado con mimo sobre las capas de luminosa carne, pero sin abusar, que se trata de carne con algo de queso, no al revés.

                Y, en estos casos, podemos usar como acompañamiento de lujo unas buenas setas. Debemos tener en cuenta que ahora las hay en todas las épocas del año, y las desecadas son magníficas (hay que hidratarlas, eso sí). Para hacerlas, simplemente cogemos un poco de sal y, si queremos, una elegante y limpia forma es ponerlos en una bandeja de horno, donde harán esas cositas que hacen las setas y el aceite en el interior de los hornos, hasta que adquieran a su vez un hermoso toque dorado (es por la reacción de Maillard, pero es quitarle encanto a lo que nos vamos a zampar, así que mejor lo obviamos).

                Ahora sólo queda disfrutar de un buen vaso de vino (aquí tinto, por favor), una buena compañía (la de Electricidad no queda bien, ni la del Gas) y un boleto de la Primitiva premiado. Éxito seguro, oigan.

LUGARES PARA NO IR: CHIRINGUITOS DE BOLONIA

Digamos que con el título formulo una declaración de intenciones y digámoslo bien: obviamente no me puedo referir a todos porque no los he visitado todos, pero en este verano el tanteo es abrumador, cuatro de cuatro. Si a esto añadimos que hablamos de un lugar paradisíaco, digno de figurar entre los mejores destinos del mundo y que hace que nos planteemos el estado mental de aquellos que recorren medio planeta buscando playas y aguas para disfrutar, el planteamiento es peor. Tenemos unas de las mejores playas del orbe conocido a un tiro de piedra o a una hora y media en coche (lo que tardamos en recorrer en verano los terribles veinte kilómetros que nos separan) y preferimos pagar una fortuna y gastar dos o tres días en avión para ir a un lugar que no es sustancialmente mejor y encerrarnos en un hotel a cebarnos con una pulserita que nos da derecho a consumir a degüello.

Además, resulta que está justo al lado de uno de los mejores yacimientos arqueológicos de toda Spain: Baelo Claudia, con una programación cultural (gratuita) en verano que es especialmente no buena, sino superior y miel extraordinaria. Y el hecho de salirme de mi tónica habitual (probad la fever three, os sorprenderá) es debido a varias experiencias negativas resumidas en: servicio regular, precios de dos estrellas Michelín y productos extraídos de los peores estercoleros del país, resecos, quemados y siempre repugnantes (inenarrable el “atún” encebollado que nos dejamos, era madera con ¡comino¡ y patatas aceitosas). Ni en los peores polígonos industriales de nuestra geografía patria entre casetes de Camela y Farias de reglamento. Lo curioso es que esos mismos que te cobran por el “servicio”, el pan o lo que surja, que cada vez se parecen a lo peor, que son los Bancos y sus comisiones, se quejen luego de que el turista sea de bocata y rodaja de tomate. A ver si lo entienden, son guiris o somos de fuera, pero NO somos imbéciles. Prefiero el bocata de chopped pork o hasta de “carne con bif” y nevera con tinto a arriesgar mi cartera y mi salud.

Tenía que decirlo.

Aparte, en esa excursión bocatera, a alguien con las prisas se le ocurrirá comprar pan en una gasolinera. Y digo yo, ¿qué mejor sitio para comprar pan que una gasolinera? Con lo cual entramos en una deleznable espiral de perpetuar la asquerosidad en el comer. Pues eso, que camino de Bolonia tenemos las Casas de Porro, un lugar donde siguen haciendo el pan blanco de toda la vida, con la levadura de rigor. Y la levadura es esa cosita que hace que el pan tarde más en hacerse, pero que se conserve también más tiempo sin convertirse en esas gachas harinosas que solemos engullir en estos tiempos de prisas y levaduras industriales que ni son levadura ni son industria. Por tanto, si queremos hacernos un bonito bocata para comer en Bolonia, mejor parar en donde os he dicho y comprar unos hermosos bollos que nos alegrarán el olfato, la vista y el resto del día o de la noche. Si salimos de Algeciras, siempre podremos hacer lo propio en las panaderías Selva, que aún hacen algunos como antes (no todos) y de entre ellos mi preferido, sin la menor duda, es el de espigas, crujiente, jugoso, aromático, sensual. Probadlo y no os arrepentiréis.

Pero, sobre todo, no vayáis a los chiringuitos a los que yo fui, y como decía Cicerón, “Delenda chiringuiti Boloniae est”.

JARRETE EN SALSA

A la hora de plantear un rico plato para comer en grata compañía, siempre es mucho el nombre, el apelativo con que lo citemos. En el que quiero comentar hoy quizás el nombre pueda parecernos algo o muy snob o en exceso cutre, porque no es lo mismo decir que vas a comer “jarrete con verduras” que “zancarrón con verduras” o bien “ossobuco con regalos de la huerta al aceite de oliva y al guano como te equivoques”. O morcillo. Son lo mismo (salvo el detalle del hueso en el italiano) pero con distintos collares. A mí me gusta jarrete, es más filológico que es lo mío (o lo era).

Hay dos puntos a tener en cuenta para preparar tamaño manjar y son, a saber: 1.- A pesar de lo que algunos digan NUNCA con olla exprés. Y no es por miedo a la olla (uuuuuyyyyy), sino porque la gelatina no se forma si no es a fuego lento; y comer jarrete sin gelatina es como ver una foto de Aznar y no vomitar, falla algo. 2.- SIEMPRE hay que echarlo cuando el caldo esté caliente; queremos que la carne se quede con sus jugos, no que los deposite amorosa y generosamente en el caldito.

Dicho lo anterior, podemos continuar pensando en el patito feo o en algún otro cuento similar, puesto que nuestra carne es considerada un corte de segunda, algo inferior en un mundo de solomillos, lomos altos, cuadriles y salmonetes de roca y acaba convirtiéndose en algo por lo que quien lo prepare será recordado por los siglos de los siglos. Hay que recordar que los mejores platos, los más emblemáticos se hacen con éstas y no con las partes más nobles del animal. Otra cosa es que tengamos que proporcionarle una prolongada cochura, ése es otro cantar. Pero, ¿quién tiene prisa? ¿Y si tienes prisa qué narices haces leyendo esto, porfaplis? Y como ejemplo tenemos el Gulash, monumento a la paciencia y la ternura en cocina.

La idea es preparar un plato que sea primero y segundo, que nos deje en línea de salida para los postres en la mejor disposición, así que… allá vamos.

Los ingredientes son simples: 1 jarrete de ternera (o varios trozos) de kilo y medio, cebollas, 1 cabeza de ajos (ajos, no eso que se les parece y que vienen, cómo no, de China), laurel, pimienta, sal, aceite de oliva, agua, zanahorias, tomate, arroz, Vino Tinto, Vino de Oporto, besos, ternura. Las cantidades de verduras al gusto, pero en este caso, el doble y ya veremos la razón.

Yo prefiero cortar las cebollas en juliana, las zanahorias en rodajas y darles un toque de aceite en la misma olla. Luego tomate y ajos y hacemos  lo mismo. Incorporamos el vino tinto y lo ponemos a fuego lento para que pierda algo de alcohol,  añadimos el  laurel. Incorporamos el agua, y si queremos más sabor (yo lo hago así), en lugar de agua, lo regalamos con caldo de carne (casero, por favor, nada de cosas raras). Cuando todo esté hirviendo, incorporamos el jarrete. Quitamos las impurezas y ponemos a fuego lento hasta que nos quede tierno (mínimo una hora u hora y media)  y la gelatina nos llame por nuestro nombre en un susurro difícilmente resistible. Cuando esté así, echamos sal y un vaso generoso de Oporto, de nuevo fuego fuerte y apagamos. Ahora, importante, apartamos el jarrete y caldo y verduras los pasamos por el chino. Debemos recordar que las verduras ya son sólo un recuerdo de lo que fueron, sin nutriente alguno. Por otra parte, hacemos al vapor cuantas verduras nos apetezca, judías verdes, cebolla muy fina, zanahoria, guisantes, buhoneros con montura y todo…y nos valdrán como mitad de la guarnición. La otra mitad es simple, cogemos parte del caldo y lo echamos en un cazo aparte, incorporamos arroz y un poco de pimienta y ya estamos dispuestos para, con pan y vino, zamparnos hasta al vecino.