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Erbló de Paco Rebolo... la última frontera.

Cocina

BONSAIS EMPANADOS CON UNA SALSA QUE PARECE MIEL PERO QUE NO LO ES

En estos procelosos tiempos que dicen de fraternidad, paz y amor, hemos derivado curiosamente a la identificación de lo anterior en consumismo, borracheras, accidentes y atracones (aunque no necesariamente por este orden). Y en derroche sin límite.

Y como no me apetece, a lo Vainica Doble y el mítico “Con las manos en la masa”, hablar de pato chino ni alharacas similares, sino de un canto a la sencillez, con un ligero adorno difícilmente superable, propongo algo que no es ni primero, ni entremés ni postre: Bonsáis empanados con salsa peculiar. Ea. Que ya tendremos tiempo de preparar otras cosas cuando nos apetezca y no cuando nos obliguen y además así no le damos un sablazo a nuestras carteras.

En primer lugar debemos agenciarnos unos brécoles y unas coliflores, limpiarlos con mimo y cortarlos en ramitas grandes que nos recuerden a esos bonsáis tan bonitos que vemos en cualquier película japonesa que se precie o en cualquier salón de progre de los 90. Una vez realizado el proceso, nos toca la parte más difícil si es que cabe la expresión en esta receta. Para ablandarlos tenemos varias opciones, golpearlos como a los pulpos, pero nos quedará algo poco aprovechable; cocerlos en agua, al vapor o como a mí me gusta: se envuelve en papel film de cocina y, procurando que no tenga aristas (se ennegrecería), se introduce con poco disimulado entusiasmo en el microondas. Se hacen en su jugo, sin quedar  húmedos y con todas sus propiedades intactas, con un sabor especialmente intenso. Rápido y curioso.

Una vez las tengamos, las dejamos que se enfríen y hacemos una de las pocas cosas que en cocina es en orden alfabético: los empanamos. Y es en orden alfabético porque es, por orden, harina, huevo y pan rallado. Lógicamente si escribiéramos huevo sin hache o con g se nos iría la preparación al garete, con lo que no dejamos de observar una vez más la importancia de una formación cultural básica.

En la harina o en el huevo echaremos la sal y ajo ralladito, así se reparten mejor. Y podemos dejar la parte del tallo sin enharinar del todo para hacerlos más identificables (recordemos que no tienen DNI ni nada parecido). Para freírlos, simple: aceite fuerte ya que la verdura ya está casi terminada en el micro y lo que queremos es que el empanado quede crujiente y cariñoso. Los sacamos y depositamos en una servilleta para quitarles el aceite sobrante pero recordando que no conviene comerlos fríos ni insultarlos en exceso.

Para la salsa, sencillez: una medida de vinagre de manzana y otra de azúcar. Y cuando digo medida es lo mismo de cada cosa, siendo indiferente que cojamos un vaso pequeño que una bombona de butano, depende de cuántos seamos. Se pone a fuego fuerte hasta que reduzca a la mitad. Luego se incorpora algo menos de la mitad de la cantidad de vinagre o de azúcar pero de salsa de soja. Se mete en la nevera y se deja reposar como mínimo un par de horas (como media siesta de una persona decente, vamos). Nos queda una salsa con textura de miel, agridulce, con sabor. Bella en sus matices. La echaremos en hilitos, en pegotones o mojaremos la verdurita en ella, cual nos plazca.

Y por favor, si conducimos, el alcohol sólo para las heridas.

CARABINEROS AL RÍO ANCHO

Más que un plato, los carabineros así urdidos son un maridaje de salsas, de sabores, de texturas y de armonía. Dicho lo cual, como es un invento mío podría quedar presuntuoso, pero es que es verdad, ¡qué le vamos a hacer!

¿Y por qué “Carabineros al Río Ancho”? Pues porque yo lo valgo, porque me apetecía y porque así podemos comerlos con criterio mientras escuchamos al genial Paco de Lucía rumbeando en homenaje a su terruño, que es el mío.

Como es lógico, lo primero es agenciarnos unos carabineros que hagan honor al Mediterráneo que nos acoge (y hasta al Atlántico en su magnitud soberana), recordando siempre que los tiempos cambian que es una barbaridad y que lo que hoy es manjar, antaño era producto de desecho. Una injusticia que también han padecido el rape, las carrilladas, los boquerones, la concha fina, etc. Y que además sean jugosos, cariñosos, intensamente rojos, frescos; y para terminar de rematar la faena, si puede ser, de los que entran pocos en el kilo.

Para prepararlos, contrariamente a los que se suele hacer, es mejor no partirlos por la mitad, sino dejarlos tal cual, ponerlos en una bandeja de horno con aceite (no es para freírlos así que no nos pasemos, algo más que humedecidos ya nos vale), algo de mantequilla (¿alguien ha leído margarina? No creo, entonces recordemos:  mantequilla) y un poco de sal, proceso a partir del cual aprovecharemos todo el magnífico jugo que nos resultará de dejarlos el tiempo justo para que, ni por asomo, se nos sequen -lo cual en algunos países es considerado crimen de lesa traición-.

Y la gracia, la guinda del pastel que merecen nuestros cariñosos amigos que nos esperan en el plato, es un acompañamiento de…. membrillos. Sí, membrillos. Me reitero: membrillos. No carne de membrillo, no pastel de membrillo, ni confitura, ni similar, sino un hermoso membrillo natural. En este caso, mi amiga Marugi me trajo un buen surtido del huerto de su padre en Majarromaque (cerca de Jerez on the border) así que aproveché para usarlos a mi antojo. Y dándole vueltas, a la cabeza y a los membrillos (en otro tiempo considerados también “quitahambres”), los imaginé disfrutando en la sartén así que procedí. Pelado el membrillo y cortado en rodajas de un dedo de grosor (depende de los dedos de uno, pero tomemos una media), aproximadamente, incorporamos  algo de aceite y mantequilla (estoy monotemático en el salseo, pero es lo que le pega) y fuego fuerte; cuando la mantequilla empieza a pegarse al membrillo y a hacer una magnífica costra ambarina, le echamos un poco de canela en rama, sal (muy poca) y dos o tres cucharadas de azúcar, lo justo para caramelizarlo, pero sin pensar en hacer mermelada. Lo dejamos un poco, para derretir el azúcar y que la canela suelte su aroma, observando que nuestras rodajas comienzan a ablandarse más que nuestras abuelas oyendo “Ama Rosa”; aquí, desglasamos (sacamos los jugos) la sartén con un poco de vinagre de Módena, soltamos un generoso chorro de Ron y flambeamos (mucho cuidado en este proceso, lo normal es quemarnos las cejas, pero mientras no pase de ahí...).

Acabado esto, sólo queda presentar el carabinero (mejor dos por persona o asimilado si no queréis tener un conflicto serio) en un bello plato, las rodajas de membrillo rodeándolo, las dos salsas en romántico fornicio, el vino fresco a nuestra vera, el pan en formación para el sopeo reglamentario y la música de esa guitarra genial como colofón.

Y saludos desde el Río Ancho, donde mi amiga Carmen me dejó su cocina en un gesto de insólita imprudencia. Cosas de la amistad y de los carabineros.

COCIDO "PARA GATOS"

En el poco soterrado mundo de los cocidos, las ollas, los potajes y las potencias de 10 destaca con valor propio el cocido maragato, monumento al colesterol do los haya. Y si añadimos las confusiones auditivas propiciadas por los móviles nos encontramos con un magnífico plato y una no menos magnífica confusión que da título a este más relato que receta.

Nos ponemos en situación: llamada de teléfono a mi colega Pedro un día antes de la zampada y aproximadamente de esta forma:

YO- ¿Te vienes a comer un cocido maragato mañana?

Pete (es que de esta forma queda más internacional)- ¿un cocido queee?

YO- Maragato

Pete- ¡Anda y que no haces cosas raras!

YO- ¿¿¿???

Pete- Vamos, que me vas a decir que un cocido PARA GATOS es normal.

YO- ……….

                Y en ese momento –tras conseguir encajarme la mandíbula, muy deteriorada del descojone obvio- tocó explicar algo sobre la comarca de la Maragatería y sus leonesas virtudes. La pena es que, para colmo, el colega no pudo venir. Así que procedemos: El cocido maragato es un producto más de la cocina de carnes rotundas, legumbres, hortalizas y chacinas a mano y hambre a espuertas. Como curiosidad, debe destacarse que se come al revés, que no significa que tengamos que hacer el pino (aunque bien pensado…), sino que empezamos por lo contundente, las carnes o, como mejor creo que nos gusta por estos pagos, la pringá. Inconmensurable, por cierto.

                Los ingredientes son simples, al menos siete tipos de carne (incluyendo chacinas), garbanzos, patatas, coles, fidelines, huevo, pan rallado, ajo. En nuestro caso, las carnes fueron jarrete de ternera, pollo y gallina de campo, tocino ibérico, chorizo sin ahumar, lacón ahumado, carne de cerdo, costilla salada, hueso de jamón, hueso de ternera, careta y manos de cerdo. Obviamente nos faltó la cecina, pero no me fiaba del resultado final. Y no, no lleva morcilla.  

Y el proceso tan simple o más. En una olla, echamos en frío los huesos, la gallina, el pollo, el tocino y la costilla; cuando arranque a hervir y hayamos comenzado el arduo trabajo de quitar las impurezas (que no abandonaremos en ningún momento, hasta el final) incorporamos el jarrete, la carne de cerdo las manitas y la careta y a la hora, aproximadamente, añadimos los garbanzos (mejor en una redecilla) que, recordamos, hemos dejado la noche anterior en agua templada y sal, remojados y revueltos. Este proceso nos lleva alrededor de 3 horas a fuego lento, que completaremos cuando al día siguiente tengamos que calentar la olla a la que ya llamaremos por su nombre. Entre eso y el calor residual, mmmm. Casi al final, partimos patatas, coles, chorizo y los echamos en un cazo aparte y cuando le queden unos 15 minutos, incorporamos el lacón. Sacamos caldito y hacemos unos lindos fidelines y hacemos un apaño interesante con algo de chorizo, jarrete, huevos, pan rallado y ajito, con los que amasamos bellas bolas que, luego freiremos y pondremos en nuestro primer plato como trofeo inmarcesible.

                Y así se sirve, primer plato: las carnes y la bola; segundo: garbanzos, coles y patatas; tercer plato: caldo y fidelines. Cuarto plato: ambulancia de la Seguridad Social.

                Para acompañar, buen pan blanco y vino que nos refresque el gaznate.

GAMBAS AL AJILLO

Con las gambas al ajillo me pasa una cosa curiosa y es que cada vez que las como me entran ganas de aprender  sumerio. Sé que es extraño, pero la vida tiene tantos misterios…

Así, para empezar, es un plato simple, sencillo, bello en todos sus aspectos, que nos puede deleitar desde su misma contemplación. Lo importante, como casi siempre, es hacernos con un buen género y no estropearlo, lo cual a veces ya es mucho. Y como en este caso son pocos los elementos, los enumeramos con facilidad: gambas (más o menos seis por persona, salvo si estoy yo, que me echaré quince o dieciséis), ajo, vino blanco (mejor Fino), aceite de oliva y guindillas.

Y aquí empieza lo bueno. La elección de los elementos que citamos antes. En cuanto a las gambas, es difícil no encontrarlas muy buenas por aquestos lares, pero siempre hay quien es capaz de hacerlo. Y a unas malas siempre podemos comprar algunas de las muy bien congeladas, que también las hay, y  permitirlas que se descongelen muy despacito. Y si a algún desalmado se le ocurriere descongelarlas en el microondas, que sepa que no se descongelan, se cuecen; y no queremos nada cocido aquí.

Por supuesto, los ajos españoles; porque hasta los ajos vienen ahora de China. Manda narices. Y además no saben a nada.

El procedimiento es simple: abundante aceite que se calienta al amor de una lumbre. Los ajos, en abundancia, cortados en láminas gruesas tirándose en plancha a esa sartén sugerente. Y tranquilidad, mucha tranquilidad en el proceso, que los hará confitarse prácticamente, sin que amarguen en ningún momento. Que para amargarnos ya están los Bancos. A la mitad del proceso se incorporan las guindillas laminadas y mejor sin las simientes, si no queremos morir de una abrasión interior.

Cuando los ajos hayan perdido parte de su volumen y cambiado de color, se da fuerza al fuego y se incorporan las gambas peladas. Hay quien las echa con sus cascaritas. Como nosotros somos unos auténticos sibaritas, se las quitamos y aprovechamos para cocer las cabezas y las cáscaras, triturar el resultado y pasarlo por un colador; congelamos y tenemos media sopa de mariscos para cuando nos venga bien. El proceso de las gambas es rápido, sólo tenemos que hacerlas, sin resecarlas y sin que pierdan su sabor.

Y, para mí, el truco está en hacer el vino (me gusta para esto el Vino Fino) aparte, es decir echamos una buena cantidad en un cazo y lo reducimos hasta que se quede más o menos la cuarta parte de la cantidad inicial o menos incluso; con esto conseguimos incorporar el sabor sin que se cuezan las gambas, van a seguir estando en sazón. Si no tenemos fino, buscamos un buen vino blanco, que lo de echarlo del tetrabrick es un error brutal. Cuando todo está, se depositan en una bella cazuela de barro que engrandecerá la presencia del plato.

Los últimos detalles: ¿peregil? para mí sobra, pan blanco y crujiente y cerveza muy fría. Por cierto, suele ser un plato apreciado por los amantes del snorkel a la hora del sopeo.

CONCURSO DE TORTILLA DE PATATAS

Para definir la tortilla de patatas tendríamos que recurrir a la sublimación de virtudes y la negación de defectos, como si de una vulgar divinidad se tratara. Es decir, mejor no definirla. Si acaso describirla, o ensalzar alguna de sus manifestaciones porque atendiendo de nuevo a la Escolástica (que no es la señora que vivía al lado de mi casa cuando yo era niño), podríamos decir que la tortilla es un Universal. De los pocos que además nos da satisfacciones variopintas y multiformes.

Así, en el acercamiento a esa verdad absoluta, se organizó un concurso de tortilla de papas en casa de mi amigo Juan, en Los Arcos de la Bajadilla, con la esperanza de deleitarnos en la contemplación y degustación de tan patrio manjar (recién ganado el Mundial no podíamos hacer un concurso de otro elemento más hispano.)

Con la promesa de dos premios para cocinillas y el anticipo de una gran zampada tortilleril, se apuntaron más de 20 especímenes y se asustaron otros y otras tantos. Así que el reto para el jurado apuntaba maneras. Y allí que estábamos J. M. Dicenta, Nene Picazo, Juan Téllez, Juan Moriche y aquí el que suscribe repartiéndonos el trabajo para no morir en el intento.

Así que en ésas nos quedamos con cinco de los mejores exponentes para la gran final y, muy a mi pesar, se eliminó a la mejor de entre ellas , la de salmón ahumado que conjugaba tradición y modernidad y además contaba con la dificultad de usar algo que no soporta el calor (mira, como yo). La hizo Silvia, la hija de Juan, y quedó cuarta.

La mejor, la de Carmen, la mujer de Juan (a pesar de estar aceptados los sobornos, no se produjeron, muy a nuestro pesar) que gentilmente declinó el premio para la segunda clasificada, Berta Hurtado, que se llevó  un magnífico juego de sartenes.

Y cómo no, las recetas, que conjugan de media seis huevos por cada kilo de patatas.

La de Berta: 2 kg de patatas, 12 huevos, sal y levadura; el proceso simple: fuego lento siempre, para freír las patatas y para hacer la conjugación final. A mi juicio no es necesaria la levadura, pero es cuestión de gustos. En tercer-segundo lugar quedó Pepi con una tortillita de lo más clásico.

La de Carmen un lujo, porque además en uso de un magnífico criterio dejó las patatas enfriarse y macerando en el huevo antes de ensartenarla. Y la acompañó de una hermosa berenjena sofrita y en pleno uso de sus derechos civiles. 10 huevos, patatas en proporción, pizca de sal y aceite. Nada más. Bueno, sí, impagable la cara de gamba a la plancha que se le puso cuando la llamamos para darle el primer premio, y es que la timidez es lo que tiene.

En resumen, magnífico día, magníficas tortillas (y tortillos), y hubo hasta quien estuvo una semana preparándose, aunque eso para acabar echándole ciruelas…

Algún día habrá que hacerle un monumento a la tortilla. O muchos, que nunca serán suficientes.

HUEVOS REVUELTOS CON SETAS Y OTRAS COSITAS

En principio, hacer unos huevos revueltos parece más cosa de niños que receta digna de ser ensalzada, citada o hasta catada con fruición. Nada más lejos de la realidad, si es que alguien puede definir con certeza el concepto de realidad (y si no, a ver Matrix).

Llegados a este punto, cualquiera puede recordar esos magníficos huevos revueltos que ha engullido desde su más tierna infancia… ¿seguro? Yo diría que no. Porque lo que estamos acostumbrados a comer es más una tortilla rota que unos huevos revueltos. Para empezar.

Es decir que no vale con echar aceite y darle vueltas y más vueltas a los huevos. No al menos como yo quiero plantearlos. Porque las vueltas y más vueltas se les dan (de ahí en filigrana semántica lo de “revueltos”), pero de otra forma, con poquito aceite, muy poco y… al Baño María (o similar, como expongo luego); sin dejar nunca que cuaje porque entonces tenemos una tortilla, rica sí, pero tortilla. Y os puedo asegurar que la textura de los huevos revueltos de la otra forma supera a la de las tortillas rotas de parte a parte. Por goleada, vamos.

Lo normal son unos 3 huevos por persona, puesto que menguan con ganas. Y las setitas son otra de esas delicias de las que no terminamos de aprovecharnos. Afortunadamente, ahora las venden de muchas maneras sabrosas y bien conservadas, en aceite, congeladas, en polvo, deshidratadas, etc. Nosotros cogemos unos Boletus frescos y, para limpiarlos, solo un paño ligeramente húmedo y una puntillita de cocina por si tienen tierra, de otra forma nos llevamos la suciedad y los aromas. Cogemos la parte más tierna, laminada, y la echamos en una sartén con sal y aceite para saltearla; y a mí me gusta sin más, ni ajos ni similares, que son muy invasivos. Cuando las tengamos, las apartamos.

Luego, echamos unos taquitos de jamón (los tan denostados taquitos de jamón), con su tocinito reglamentario y los salteamos ligeramente. Luego, echamos en el mismo mejunje que se nos va formando unas gambas o langostinos de los que nos hayamos enamorado previamente. También se puede echar un carnero con cuernos y todo, pero la sartén tiene que ser más grande y no lo veo yo tan fácil.

Ya tenemos más de la mitad del plato. Ahora simplemente echamos los huevos y no dejamos que la sartén coja mucho fuego (o al Baño María si somos más hábiles y nos gusta manchar más cacharros, lo que es mi caso); con una varilla (mejor de plástico para no destrozar el fondo de la sartén) no dejamos de mover, lo que nos llevará bastante tiempo, razón por la cual es difícil que nos lo preparen en restaurante alguno; llegados aquí, seguimos moviendo la varilla. Una vez recitadas las primeras cincuenta páginas de “Cien años de soledad”, seguimos removiendo, pero ya vamos viendo cómo coge otra textura, densa, espesa, así que podemos echar algo de sal, algo de pimienta, nuez moscada y poco más. Sólo un poco de nata al final para equilibrarlo y que quede literalmente como mantequilla.

Y para presentarlo, a mí me gusta en el fondo del plato (llano) los huevos revueltos y encima gambas y jamón, para rematar el plato con nuestras magníficas setas.  Y para más adorno vienen bien unos croutons que no son sino trocitos de pan frito, pero que parece más elegante. Cosas de gabachos.

Para beber un Crianza en sazón y vamos listos. Digo yo.

MORUNA DE SARDINAS

En estos días de minimalismos, conceptos deconstruidos y comidas diseñadas a veces por nuestro peor enemigo, creo que no viene mal volver a nuestros orígenes o, al menos, a alguno de nuestros orígenes. Que en nuestro caso nos hace mirar un poco más allá de esa lengua de mar a la que llamamos Estrecho de Gibraltar y recordar (al menos en mi caso) cositas que engullíamos en nuestra niñez/adolescencia.

Y es que hace poco tuve la ocasión de charlar sobre la Gastronomía de nuestra comarca en un agradable Foro y, por lógica, hube de documentarme para soltar paridas mínimamente fundamentadas. En este buceo de documentación (en realidad de páginas y páginas de internet) topéme con un plato que ya apenas recordaba y que me hizo reafirmarme en mi tesis de que por aquí, por estos pagos, la mejor cocina ha sido la de chiringuito. Pero de cuando se comía bien en los chiringuitos de toda la vida en esas playas familiares que hasta hace poco disfrutábamos. Es decir, nada de congelados ni envasados, menos petróleo en los pies y muchas tortillas de papas, pimientos fritos, caracoles, jurelitos fritos y… moruna de sardinas.

Es decir, cocina-fusión en estado puro. Porque lo mejor de nuestra cocina proviene de la fusión de ideas, de elementos, de conceptos, de probar y, en muchos casos, mejorar o al menos adaptar adecuadamente a nuestro gusto particular cualquier plato que asomara el hociquillo.

Y la moruna no deja de ser sino el tajine (o tayin) de sardinas que se come en Marruecos con ligerísimas variantes (por ejemplo comino en lugar de orégano y recipiente ad-hoc).

Vayamos por partes, como corresponde a personas de costumbres ordenadas como sin duda somos.

La moruna admite variantes, muchas variantes, y la que yo planteo es una más, investida sin duda del marchamo de bondad  que otorga el que la escriba yo, pero una más.

En cuanto a los ingredientes, no nos complicamos en exceso la existencia:

Sardinas (sin escamas, sin vísceras, sin espinas, simpáticas) 1 kg., tomate 1 kg.,2 cebollas, 2 pimientos,2 dientes de ajo laminados,1 hoja de laurel, sal, aceite y orégano (también llamado orgasmo en círculos menos cultivados y más proclives al desenfreno).

Aquí ya nos planteamos dudas. La primera es si la verdura cruda o sofrita. A mí me gusta algo sofrita y, por supuesto, el tomate sin piel ni pepitas (recordemos que las pepitas sólo aportan líquido y acidez). Y ahora, ¿todo revuelto o en dulce armonía? Reconozcámoslo, mejor en simetría euclidiana, es decir, procederemos a colocar en nuestro recipiente el sofrito en lujuriosa capa y encima, como a vuelapluma, las sardinas en la forma que nos apetezca, aunque quizás todas apiladas hacia arriba no queden bien y mejor las distribuimos.

Siguiente duda: el recipiente. Lo cierto es que vale casi cualquiera, pero lo bien que quedan en una cazuela de barro es innegable y cuasi poético. Reconozcámoslo, es lo suyo.

Tenemos el recipiente, el fuego (siempre lentito) y casi todo puesto, así que aquí debemos recordar que la sardina se hace con inusitada rapidez, y mejor que queden jugosas que parecidas a las suelas de unas Panamá Jack de invierno. Y otra notita: el orégano mejor lo echamos casi al quitarlo ya que como casi todas las hierbecitas aromáticas pierde mucho con el fuego. Lo único que debemos tener en cuenta es que la salsa tiene que quedar casi sin líquido.

Pan crujiente, cervecita, moruna y mirada playera oteando las procelosas aguas del Rinconcillo. Bonita máquina del tiempo.

BOQUERONES RELLENOS

Se puede decir que uno no es verdaderamente hombre (miembro o miembra de la raza humana) hasta que no ha probado, pero probado de verdad, los boquerones rellenos. De hecho, es de esos platos con los que uno está dispuesto a defender el honor de la familia (podemos afirmar que la tríadacapitalina del honor la componen los boquerones rellenos, las croquetas y las albóndigas) en duelo a primera sangre en la tapia del cementerio más cercano.

Eso sí, debemos tener en cuenta siempre que en el boquerón los opérculos branquiales se proyectan sobre la epibranquias y que la pseudobranquia es algo mayor que el ojo y alcanza la parte inferior del opérculo branquial. No sé para qué, pero no creo que debamos olvidarlo nunca.

Lo curioso es que ese bichito (Engraulis encasicholus para los amigos), tan denostado en otros momentos, se ha transmutado desde pitanza proletaria en placer semidivino. Y es lo que tiene ser un pequeño devorador de plancton como nuestro amigo, que luego nos regala sabores y texturas especialmente delicados.

Lo primero que tenemos que hacer para preparar  nuestros boqueroncillos es limpiarlos y quitarles cabeza y espinas, aunque siempre nos cabe la posibilidad de hacerlo a lo bestia, y poner uno sobre otro con el relleno en medio, pero no me suena bien.  Una vez asumimos la primera forma, los abrimos y secamos. Y ahora lo bueno. Ingredientes: pan rallado (o patata hervida), huevos, perejil, mejorana, ajos, cebolleta, sal, harina, aceite de oliva. A mí me gustan más con pan rallado, pero con patatas tampoco son para despreciarlos ni hablarles desde la lejanía. Se hace una masa con el pan rallado (o la patata) y huevo, teniendo en cuenta que la textura es a escoger, aunque para medio quilo de boquerones van bien algo menos de 100 gramos de pan y 2 huevos.  Los ajos y la cebolleta se pican mucho, se mezclan con la mejorana y el perejil también muy picaditos y se unen con el pan rallado de antes. Ya tenemos el relleno, que salaremos al gusto. Con esta masa untaremos los boquerones, que ya  tendremos abiertos en forma de filetes, dejando la masa de un grosor de un centímetro, más o menos. Una vez untados (va a parecer la trama Gürtel), ponemos otro filete encima del anterior y enharinamos (también pueden ir con harina y huevo, al gusto). Para freírlos, aceite de oliva bastante caliente, aunque creo que es mejor bajarlos un poco luego, puesto que así conseguiremos que la masa interior se haga en condiciones y sin contravenir la Declaración Universal de Derechos Humanos (aplicable por extensión a los pescados azules).

Los sacamos y les quitamos el aceite sobrante, los colocamos en una hermosa fuente y tenemos un platazo del nueve y medio. Podemos comerlos así sin más, o con mayonesa (casera, por favor, lo de bote es porquería inasumible), con ensalada o, como a mí me gusta mucho, frío de un día para otro con café negro (es decir, sin leche). Aunque quizás lo de “café negro” no sea políticamente correcto, pero “café de color” tampoco me suena bien. Acepto sugerencias. Van de lujo en compañía de sus primos lejanos los pimientos fritos y cerveza muy fría. Y si no que se lo pregunten a mi amigo Juan Jiménez, que los borda.